Cumpliendo con un ritual centenario, el pasado domingo 1 de julio la parroquia de San Jorge de Manzaneda celebraba su fiesta Sacramental. Una fiesta de Corpus Christi que va jalonando el calendario festivo de nuestro concejo a lo largo de los meses de verano.

Esta crónica surge del profundo rastro emotivo, transcendente y estético que aquella celebración me produjo. Era previsible que el compartir con los fieles de la parroquia aquel espacio que ha cumplido más de 800 años hubiera de tener consecuencias, y a tal efecto acudía preparado anímicamente.

La iglesia de nave única obliga a incardinar la mirada del fiel hacia el ábside semicircular, que por medio del magnífico arco de triunfo románico -un auténtico encaje trasladado a piedra- proporciona un enmarque visual privilegiado. La mirada necesariamente se ha de concentrar en aquel espacio del ábside, precedido de tramo recto y cubierto con casquete esférico, el Sancta Sanctórum donde transcurre la celebración de la misa. Excepcionalmente, sobre nuestras cabezas, la impronta de la cruz procesional románica que existió en esta parroquia hasta los años treinta del siglo XX y que con mano diestra, experta y muchas horas de oficio ha reconstruido Manuel.

Allí estaban oficiantes, ayudantes, diáconos y monaguillos asumiendo la excepcionalidad de la celebración con la dignidad de unos ornatos y vestimentas litúrgicas en damascos dorados que uno ya no está acostumbrado a disfrutar. La tradición se hacía palpable.

La atmosfera y el tiempo detenidos; el incienso saturando espacio y sentidos, provocando veladuras y tamices en la luz interior del templo. A un lado, la Inmaculada Concepción del siglo XVII; al otro, Santa Catalina y la Virgen del Rosario magníficamente coronadas. Y con ello, un mensaje de la palabra, comprensible, con la sencillez de las ideas inteligentemente construidas, interiorizadas, proclamando un camino y abordando los problemas del hombre actual a la luz de una fe que lleva dos mil años procurando esperanza, dando consuelo, haciendo camino.

Cuando la misa finaliza se forma una procesión que desde la iglesia lleva el Santísimo hasta la capilla del palacio de la familia De la Riva, en una ceremonia recientemente recuperada tras unos treinta años de interrupción. Los sones de la gaita y el tambor abren la procesión; el farol de mano portado por un patriarca de la aldea parece señalar camino al párroco que, bajo palio dorado como un sol, porta la magnífica custodia irradiada con aquella leve inclinación con que apoya su frente sobre ella. Lenta y ordenada avanza hacia el parque del palacio, excepcionalmente franqueado para la ocasión. Al entrar en él, la luz se tamiza a través de los robles y castaños -muchos centenarios, alguno casi milenario-; la relación espacio temporal se detiene de nuevo. La fe actualizada es el motor, la tradición el vehículo, la naturaleza excepcional provee de nuevos argumentos a nuestros sentidos, a nuestras percepciones. La sombra de la Madre Naturaleza, o los Pazos de Ulloa, de la condesa de Pardo Bazán; tantas escenas pintadas en obras de Palacio Valdés, como la misma fe; o la vuelta a la naturaleza preconizada por Echa de Queiroz, toman forma y presencia en aquella realidad, a tan sólo cinco kilómetros de Luanco, en el segundo año de la segunda década del siglo XXI. A la sombra de la torre milenaria de los Valdés Coalla, al abrigo del palacio De la Riva de los siglos XVII-XVIII, en el marco excepcional de aquella pequeña capilla, el Santísimo pernoctara para volver a la iglesia parroquial al día siguiente.

Toda una lección de fe actualizada que no renuncia a formas y maneras de manifestar, que nacieron en un pacto sancionado por el tiempo entre la Iglesia y el pueblo y que continúan teniendo plena validez y actualidad.