"No pasaba un año sin que el mar se tragara alguna lancha con toda su tripulación, que solía estar formada por diez u once hombres, incluido el rapaz. Ciertamente que el mar era la vida, pero también la muerte...". Con estas palabras José Menéndez explicaba en 1944 las duras condiciones a las que tenían que enfrentarse los pescadores, que para ganarse el pan debían luchar contra galernas, temporales, densa niebla y en ocasiones, aunque las menos, contra las imprudencias. La historia de la mar está trágicamente ligada con la muerte y prueba de ello es el último accidente marítimo registrado en aguas de Peñas. El arrastrero "Santa Ana" golpeó contra el pedrero próximo a la isla de la Erbosa el pasado 10 de marzo. Ocho de los nueve tripulantes del pesquero perdieron la vida.

Este lamentable suceso alarga la lista de naufragios protagonizados por embarcaciones luanquinas, como la del barco "La Pilarica". En diciembre de 1921, el patrón de esa embarcación retó al del "Josefina" a una carrera para ver qué embarcación llegaba primero al caladero de besugos. "La caldera de 'La Pilarica', que era una lancha de vapor, estaba recalentada y para enfriarla, el patrón decidió echarle agua fría. Al final reventó, y causó la muerte de dos hombres: el maquinista Pepe 'El Ruxo' y el pescador José García 'Pito'", explica el investigador Toño Cuervo, que destaca las duras condiciones a las que se tenían que enfrentar los pescadores en las primeras décadas del siglo XX. "Muchos de esos barcos tenían como tripulantes a niños de doce años, que veían desde bien pequeños que su único destino era trabajar en la mar", subraya.

La mayoría de los accidentes marítimos se producían coincidiendo con las costeras del besugo, en invierno, y el bonito, en verano. En los primeros años del pasado siglo, los pescadores utilizaban "lanchonas" de unos catorce metros de eslora y se enfrentaban a vientos que en verano podían superar los cien kilómetros por hora, con el consiguiente peligro para la tripulación. En invierno, los días eran más cortos y no existían los faros para orientar a las embarcaciones. Los atalayeros encendían fuegos en la punta de La Fornera, en un alto de Luanco, para que los barcos se guiaran. "Si la mar estaba cerrada, prendían tres fuegos, dos si había que tomar precaución y uno si no había problemas, aún así muchos barcos practicaban lo que se denominó 'la espera en la zona del Gayo', en la que hacían tiempo hasta que el mar amainara para volver a tierra", explica Cuervo. Los pescadores del "milagro" del Cristo del Socorro también iban al besugo y se salvaron de un duro temporal que calmó repentinamente permitiendo a los pescadores regresar a casa.

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