luis muñiz

Olvido García Valdés (Santianes de Pravia, 1950) reúne toda su poesía publicada, seis libros, en Esa polilla que delante de mí revolotea. Al presentar el volumen, hace algunas semanas, la poeta declaró: «El arte consuela». Y lo repitió, para que no quedara ninguna duda. Pero qué es, cabe preguntarse, lo que consuela: el arte (objeto, poema terminado) o el arte (ejercicio de escritura); y yendo más allá: el arte (consecución, éxito, hallazgo) o el arte (tentativa, fracaso, exploración). La evolución que se aprecia en la obra de la asturiana (evolución ligada, a partir de ella, los pájaros, a la plasmación del poema como materia) parece llevarnos rápidamente a elegir la segunda opción.

Pero la realidad, incluso la realidad de unos textos que, como dice Eduardo Milán en el prólogo, están «de cara siempre a lo real», es decir, pendientes de lo físico, es mucho más complicada. Lo terminado y lo intentado (y esto es característico de García Valdés) no son categorías estancas, como tampoco lo son lo exterior y lo interior. El poema, para ella, es un tejido siempre permeable, retejible, dispuesto a acoger y rechazar; capaz de repeler lo que resulta próximo y probable y, sin embargo, imán de lo lejano e improbable. Y tiene el aspecto, cuando está terminado, de ser sólo una tentativa, un tanteo, un probar, picoteando, de aquí y allá. Por eso su técnica es la yuxtaposición, que ella prefiere llamar tropo, elevando ese mecanismo a la condición de elemento retórico en una poesía que no es retórica en absoluto. Por eso, también, es posible encontrar en su obra, montados en una misma materia lingüística, órdenes diversos: lo vivido, lo soñado, lo recordado, lo percibido. Por eso, en fin, sus poemas van muchas veces a contrapelo; y no sólo a contrapelo rítmico, con versos que se descuelgan más que se encabalgan, sino a contrapelo, además, en lo tocante a la significación, con frases que terminan sin previo aviso o que, por el contrario, se prolongan a la manera de los tiempos muertos de Antonioni, creando un vacío a su alrededor. Este comportamiento anómalo del discurso añade, según Milán, un sentido más al texto y es otro síntoma de la impronta que deja lo real en el trabajo de la autora: «Un plus sintáctico que se añade para resaltar técnicamente la arbitrariedad».

Otra característica de la obra de Olvido García Valdés que Milán apunta (y que ya se ha destacado en otras ocasiones en estas páginas) es su trazo elegíaco. «Se está en presencia de una poeta mayor que construye una forma de la elegía a lo menor», afirma el escritor y crítico uruguayo. Y Pedro Provencio, en uno de los mejores ensayos publicados sobre la asturiana, incluido en su libro Buenas noticias para el lector de poesía (Dossoles, 2005), detecta en ella «la tensión inequívocamente elegíaca que consiste en conectar el decir con el paso del tiempo». «Elegía a lo menor», con sordina, y conexión con el paso del tiempo; nada más: el tránsito de García Valdés por el género no va más allá. Sus poemas no cantan realmente una pérdida; no son cantos, sino montajes de imágenes y sentimientos asociados a esas imágenes; no hay patetismo ni excesos sentimentales («falacia patética», que diría Ruskin) sino concreción, tono menor y, casi siempre, exposición de los hechos o los objetos sin engrudo narrativo o lógico, o con el mínimo imprescindible. Así, en este breve fragmento de «ella, los pájaros», el más elegíaco de sus libros, su libro de infancia: «Una piedra en la mano / es fría. Como un hueso / de frío. Oigo al afilador / en la ciudad, / la miseria, / su sonido / cristalino». De esta forma, el poemario en que la autora se expone más a sí misma es también el que inaugura la fórmula cosificada, matérica, de sus libros mayores: caza nocturna, Del ojo al hueso y, el último, Y todos estábamos vivos, por el que recibió el Premio Nacional de Poesía el año pasado. También es el que, conflictivamente, sitúa a la poeta praviana en una tradición heterodoxa, hija de la mística española tanto como del objetivismo de la mejor poesía norteamericana del pasado siglo; hija de San Juan tanto como de Robert Creeley y William Carlos Williams y, como estos, amante de lo literal y enemiga de la metáfora.

Mística por despojamiento, por, como dice Milán, ausencia de retórica, y, por la misma razón, objetivista, fenomenológica, la trayectoria de García Valdés es un constante entretejer (hilos de distintos colores, hechuras diversas) la tela del poema, que es la del tiempo y está sujeta al paso del tiempo. Con esa idea en mente, la escritora entrega en esta poesía reunida, fundidos en una nueva secuencia, sus dos primeros libros; vuelve a tejer los poemas de El tercer jardín y Exposición para alumbrar La caída de Ícaro, pero reconoce que el resto se resistió «a esa conversión». ¿Por qué? Puede arriesgarse una hipótesis partiendo de estas palabras de la propia poeta, tomadas de uno de los textos incluidos en la sección «De la escritura», que cierra el volumen: «Un poema no llega nunca a objetivarse, permanece, permeable y abierto, esperando que quien lee lo active de nuevo». Parece evidente que detrás de ese «quien lee» sólo puede estar el lector, pero el primer lector de un poema es siempre su autor, que es quien está en mejor posición para activarlo otra vez, leyéndolo a la luz de su producción posterior y de los cambios operados en su vida y en su obra. De hecho, la nueva ordenación favorece mucho más que la anterior la visión del hilo conductor (materia, revelación de lo corpóreo de los textos) que liga estas primeras tentativas con la madurez expresiva que aún está por llegar. Pero no son poemas, como los que vendrán, que se digan a sí mismos; el lenguaje es vehicular, está al servicio de la experiencia que se quiere transmitir, no fundido con ella, y, por lo tanto, permiten con más facilidad la injerencia reactivadora. En cambio, los poemas de los cuatro libros siguientes y, especialmente, de los tres últimos amenazan con hacer fracasar todo intento de reordenación o reescritura por su lenguaje objetivo, puro, que, para Milán, «es el lenguaje que, desprendido, adquiere peso en sí mismo». Cuando eso ocurre, y la experiencia y la materia lingüística que expresa esa experiencia crean un todo indisoluble, no hay fondo ni forma sino una forma que es ese fondo y que antes sólo se manifestaba como potencia, entonces el poema se convierte en «un lugar raro en que se guarda la vida» y volver sobre él requeriría volver a vivirse, es decir, reescribirse a uno mismo.