La muerte del hijo recorre como un calambre imposible de aliviar este libro de desolada belleza que es Sarinagara. Figura insoportable del sinsentido del mundo, la ausencia del hijo muerto es, paradójicamente, la presencia que todo lo llena, que aborta cualquier expectativa de cambio, que suspende, sine die, toda esperanza de comprensión. Philippe Forest utiliza este dolorosísimo expediente de su propia vida (un cáncer óseo le arrebató a su hija de cuatro años) para, como confiesa en el párrafo que cierra el libro, «meditar el olvido», intentando hallar en la escritura no tanto consuelo, pues ningún fruto humano puede devolvernos la vida perdida, como la evidencia que lo conduzca hasta la revelación que clausura sus páginas: que sobrevivir a semejante absurdo constituye a la vez «la prueba y el enigma».

Resulta humano, ante la gratuidad que domina buena parte de la creación literaria que toma al «yo» como pretexto, experimentar un impulso de impudicia al leer a Forest. Es como si nos estuviéramos asomando a un abismo demasiado hondo, a una intimidad demasiado estricta. Porque este libro hiere sin remedio, y quizá sólo ante los grandes clásicos de la literatura del Holocausto se pueda sentir una inmersión tan profunda en la privacidad de un hombre, de su pena, de su inteligencia implacable pero al tiempo impotente, de su convicción irreprochable e irrefutable de que ningún poema, novela o fotografía pueden volver inteligible la vacuidad primordial del mundo.

Precisamente un poeta, Kobayashi Issa, un novelista, Natsume Soseki, y un fotógrafo, Yosuke Yamahata, los tres japoneses, los tres maestros en el dominio de sus artes respectivas y los tres impotentes ante los estragos del tiempo, son los interlocutores que Forest despliega en Sarinagara para encontrar, en el resquicio del haiku, la prosa y la placa revelada, razones para comprender. Los versos de Issa son, de hecho, el motor que vertebra el libro, versos que resumen en una ecuación diáfana la cualidad de la vida, versos que dicen: «sólo rocío / es el mundo, rocío, / y sin embargo».

Es a ese «sin embargo», traducción más o menos fiel del japonés sarinagara, a donde Forest encamina su indagación. ¿Posee la vida, después de la muerte del hijo, un «y sin embargo»? ¿Cabe un después para quien ha sido golpeado de tal modo, como el propio Issa, que perdió a su hija predilecta víctima de la viruela; como el propio Soseki, que a pesar de tener siete hijos nunca olvidó al primero de todos ellos, que jamás llegó a nacer por culpa de un aborto natural; como el propio Yamahata, el fotógrafo de Nagasaki, el mismo que el 10 de agosto de 1945, el día después del genocidio, retrató con su cámara los primeros cadáveres de niños de la era atómica? La respuesta a tan desasosegante cuestión no reside en las páginas de Sarinagara, pues sólo viviendo puede ser satisfecha, pero a Forest debemos el haber salido a su encuentro en este texto, uno de los más espantosamente lúcidos que recuerdo haber leído.