luis muñiz

La última producción escrita de Arthur Rimbaud (1854-1891), la más copiosa después de su obra poética, la constituyen las cartas que envió, principalmente a su familia, entre 1880 y el año de su muerte en Marsella. Esa correspondencia comienza con su llegada al puerto yemení de Adén, desde donde, cruzando el Mar Rojo, se internó en Etiopía y pasó largas temporadas en Harar. Son las Cartas abisinias, el único fruto de palabra, aparte de algún informe de exploración, que nos ha legado el autoimpuesto exilio africano del poeta. Rimbaud no era en puridad un exiliado, pero es tentador pensar que se recluyó en la aridez africana para purgar sus pecados literarios; y, si no en la aridez, sí al menos en la órbita tangible y precisa con la que quiso reemplazar los extravíos causados por su famoso programa poético: el «largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos». Comerció con café, marfil y armas y fue, incluso, explorador y fotógrafo, pero no escribió, que se sepa, ni un solo verso. Únicamente cartas, y no unas cualesquiera, sino las que, a juicio de Albert Camus, hay que ignorar para mantener viva la leyenda del rebelde y el maldito; las cartas que dan cuenta del secado al que sometió el ardor de su pasión literaria, a cuyos productos sólo se refería ya con desprecio, tachándolos de «enjuagaduras». En ellas, Rimbaud apaga el fuego creador con la arena del desierto y lo hace con la misma intensidad y decisión con que antes lo había avivado empleando su propia vida como combustible.

En las Cartas abisinias se ha buscado infructuosamente la explicación de su silencio, quizá el mito más difícil de desentrañar de la modernidad. Sin embargo, la solución del enigma, de haberla, no está en estas misivas, sino en la profética Una temporada en el infierno (1873), donde, además de pronunciar el taxativo «basta de palabras», y después de concluir que su gran esfuerzo no sirve para cumplir el objetivo de «cambiar la vida», el poeta de Charleville anticipa su abandono del continente europeo, dice de sí mismo: «soy un negro» y «tendré oro» (la adquisición de fortuna fue la obsesión de sus últimos años en África) y hasta ejerce la presciencia cuando se pinta a sí mismo como un lisiado feroz «de vuelta de los países cálidos» (él utiliza el plural, pero es muy difícil sustraerse a la impresión de que está hablando de la pierna que le sería amputada 18 años después, meses antes de morir). Con todo, el interés de Rimbaud por África ya se plasma en un poema sin título y sin fecha conocida de escritura (pero sin duda anterior a la «Temporada» y posterior a su llegada a París en el otoño de 1871) que empieza con esta pregunta: «Corazón mío, ¿qué nos importan las capas de sangre?». En él, el poeta adolescente llama a la rebelión a los «negros desconocidos», de los que dice que son sus «hermanos», y pide la desaparición de todos los continentes excepto del africano.

Pero Rimbaud no viajó a Abisinia a levantar en armas a sus habitantes, sino a labrarse un futuro y, como un indiano cualquiera, regresar a Francia con dinero y casarse con una campesina. Es la idea del matrimonio y de tener hijos (expresada por el poeta en una carta el 6 de mayo de 1883) y, en general, el aburguesamiento del maldito lo que autoriza a Camus a juzgar «sacrílega» esta correspondencia con su familia. Sacrílega «como a veces lo es la verdad», pero también, por lo mismo, «decisiva», aclara el novelista en El hombre rebelde. Por el contrario, para la responsable de esta edición y traducción de las Cartas abisinias, la realizadora Lolo Rico, del famoso programa de televisión La bola de cristal, la apetencia de vida familiar a la que la soledad empuja al exiliado sólo puede ser vista como enternecedora. Ello le ve como un niño perdido, alguien que no sabe regresar. Y es que lo difícil, con Rimbaud, es encajar las piezas: no ya por qué dejó de escribir en la cima de su arte (aunque sólo tuviera, cuando hizo mutis, 20 o 21 años), sino, sobre todo, cómo un poeta tan excepcionalmente dotado, que en su corta trayectoria creativa no distinguió jamás entre poesía y vida y que dio muestras de una rebeldía rayana casi en lo criminal, se convierte poco a poco (tras cinco años de vagabundeo por varios países de Europa, Indonesia, Egipto y Chipre, y ya establecido a orillas del Mar Rojo) en un comerciante iracundo con los nativos pero respetuoso con sus jefes, un amargado que echa pestes del clima y el aburrimiento y que, incluso, adquiere una amante abisinia diez años después de protagonizar con Verlaine la relación homosexual más comentada de la literatura moderna (eso por no hablar de su regreso, ya moribundo, al redil católico).

Las Cartas abisinias dan la medida del abismo que separa, como diría Cernuda, la realidad y el deseo y prueban que Rimbaud nunca quiso quedarse a medio camino: vivió el deseo y después abrazó, como también anuncia en la «Temporada», la «rugosa realidad». El sueño de cambiar la vida y la poesía ya había quedado enterrado antes de llegar a Adén, así que estas cartas no explican su silencio; simplemente lo hacen estruendoso. No era hombre de medias tintas, no hacía concesiones (y menos que a nadie a sí mismo): si había que ser un esclavo, él compraría las cadenas. Lo único que pide a cambio es que la familia atienda sus constantes peticiones de libros (técnicos), materiales y objetos de precisión (teodolitos, sextantes, barómetros) y, como escribe a su madre el 8 de diciembre de 1882, que sea más «caritativa», una palabra que sueña extraña en la boca de alguien que arrojaba a los curas los piojos que crecían en su pelo.

El abismo que separa el deseo de la realidad no es otro que el que separa la adolescencia y la juventud de la vida adulta, y Rimbaud, siempre se olvida, era un adolescente cuando compuso su trascendental obra. Rico lo apunta en su prólogo apoyándose en una cita de Pere Gimferrer en la que éste considera decisiva precisamente esta circunstancia (que escribiera su poesía entre los 15 y los 20 años) para explicar tamaña explosión de talento. No es fácil encajar que uno de los más grandes poetas de la historia facturase su obra en el espacio de un lustro y a la edad en que la mayoría, si hay suerte, lee tebeos o la serie de Harry Potter. Pero lo es más aun que después de hacerlo se recluyera en África, abjurara de su fe poética y, con la misma lucidez con que había percibido tan precozmente la falsedad de todo (familia, política, religión), se diera a una vida inhóspita y desertizada; una vida de «ínfimos» intereses, en la que sólo se tiene a sí mismo, y a la que le condujo su ansia de libertad, su manía casi patológica de no depender de nadie ni deber nada a nadie. Se lamenta, eso sí, y mucho, y en la que es quizá su única alusión en estas cartas a su antiguo oficio, se ríe de sí mismo con infinita crueldad. El 10 de julio de 1882 escribe: «Espero poder descansar antes de morir. Pero ahora estoy habituado al aburrimiento y mi queja es una manera de cantar».