Pinta tu aldea y pintarás el mundo entero, decía Lev Tolstói. Ese consejo parece haber seguido Donald Ray Pollock al escribir sobre Knockemstiff, la hondonada del sur de Ohio donde nació y se crió. Publicado con más de cincuenta años y después de haber trabajado casi toda su vida en una fábrica de papel, en este primer libro ya crepitan las huellas de un maestro que extiende su mirada sabia y despiadada sobre su pueblucho dejado de la mano de dios. Nos introduce en un universo turbio y paleto, embrutecido, maltratado, descorazonador, inmundo muchas veces, y, sin embargo, tratado con humanidad, con respeto, con cierto cariño incluso, porque si de algo no cabe duda es de que el autor puede mostrar «la vida real» -así se titula el primero de los relatos- para hacernos comprender que eso que llamamos realidad es algo bastante duro en Knockemstiff, pero no por ello deja de haber cierta ternura en el tratamiento de sus personajes. «Para escribir se ha de amar y para amar se ha de comprender», escribió John Fante en Al oeste de Roma, y desde luego es esta una lección que Donald Ray Pollock ha aprendido muy bien. Enfoca el lugar del que procede y seguramente le gustaría poder decir, como al Max Dembo de Edward Bunker al final de No hay bestia tan feroz, que los hechos descritos «son reales, pero los hechos y la verdad son primos lejanos, no hermanos de sangre». Y podrá decirlo, desde luego, pero lo que sucede en Knockemstiff es justamente lo contrario. Los hechos que se cuentan aquí probablemente nunca sucedieron tal como aquí se cuentan, aunque basta leer cualquiera de los dieciocho relatos que componen el libro para entender que son la más pura y dura verdad.

Nadie como Donald Ray Pollock, nos dice Kiko Amat en su trabajado prólogo, «había logrado retratar al más extremo lumpen aldeano yanqui de un modo tan crudo, real, sincero, poco afectado y, a la vez -sin caer en la condescendencia-, compasivo». Y ese es el quid de la cuestión, porque aunque los personajes que desfilan por estas páginas son tarados de todo tipo, toda clase de basura blanca adicta a la televisión, la comida basura, los esteroides y una amplia gama de drogas; padres violentos, hijos oprimidos que se liberan a base de anfetaminas, gordos como el Manteca, cuya única manera de poder relacionarse es a través del ultraje físico practicado en su propia barriga, borrachos de toda laya, inadaptados como los protagonistas de «El puente de Schott» o Daniel, el adolescente que se escapa de casa en «El destino del pelo», e incluso sociópatas como el Jake de «El Hoyo de la Dinamita»; y hasta buenos tipos como Hank, que trabaja en la gasolinera, o Duane Mayers, víctimas propiciatorias de un medio asfixiante; aunque los protagonistas sean estos, digo, el tratamiento nunca es caricaturesco. El autor no se burla, no se ríe de sus personajes, sencillamente nos los muestra tal como son, con sus muchos defectos y las virtudes que puedan tener, si es que tienen alguna. Hay en su punto de vista una especie de cruda piedad que nos los acerca convirtiéndolos en dignos seres humanos aunque en muchos casos hayan perdido todo asomo de dignidad.

Knockemstiff habla de un pequeño pueblo condensando todo un universo cuyos personajes se interconectan en el espacio y se deslizan por el tiempo -el Frankie que junto a Bobby le roba las píldoras a Wanda es el mismo que veremos años más tarde hecho una piltrafa en compañía de Todd; Wanda es la hermana de la madre de uno de los niños protagonistas de «Gigantomaquia»; Jake, el asesino de «El Hoyo de la Dinamita», es el mismo que vende piedras de sílex en la gasolinera donde trabaja Hank, etc.-. El libro demuestra calidad y temple de orfebre desde el relato que lo abre - «La vida real»- hasta el que lo cierra - «Los combates»- compuestos a la manera de un díptico capaz de envolver todo lo demás. Los dos están protagonizados por Bobby y contados en primera persona, al igual que «Píldoras», el otro relato en el que aparece este personaje. En el primero nos confiesa a bocajarro: «Mi padre me enseñó a hacer daño a la gente una noche de agosto en el autocine Torch cuando yo tenía siete años. Era lo único que se le dio bien alguna vez». Estaban en el autocine, aunque su padre odiaba las películas: «Son un montón de trolas de mierda -decía siempre que alguien mencionaba que había visto la última película de John Wayne o de Robert Mitchum-. ¿Qué coño tiene de malo la vida real?». La vida real junto a un tipo que bebe como un cosaco, pega a su mujer y humilla a sus hijos tiene muchas cosas malas, entre ellas que, como el propio Bobby, comienzas saboreando la sangre que te ha obligado a hacerle a otro niño en una pelea provocada por él y terminas comprendiendo que tu vida no ha sido más que un combate en el que, si bien no ha habido ganadores, el principal perdedor eres tú: «Me volví y me quedé mirando al viejo a través del ventanal. Él seguía observando cómo aquellos hombres de la tele se molían a golpes por un atisbo de felicidad. Con él todo había sido siempre cuestión de combates, y me di cuenta con tristeza de que no íbamos a conocernos realmente el uno al otro antes de que se muriera».

Por lo demás estos personajes se mueven por terrenos que conocen bien: las pistas rurales de los alrededores, el bar de Hap o esos moteles de extrarradio que son «estercoleros donde siempre suceden cosas que nadie quiere admitir que han pasado». Y también ellos mismos se conocen muy bien: «Como éramos quienes éramos, ya sabía lo que íbamos a hacer. Al cabo de pocos minutos, saldríamos de aquel lugar y nos pondríamos a buscar un sitio donde aparcar el coche. Él volvería a llenar de Bactine la bolsa de plástico y yo me sentaría a escuchar cómo inhalaba todo el vapor frío hasta llenarse los pulmones», se nos dice en «Bactine». No es un panorama muy alentador que digamos, pero es lo que hay.

Knockemstiff es un mundo cerrado sobre sí mismo del que resulta difícil escapar cuando has estado demasiado tiempo expuesto a ese ambiente. Todd, por ejemplo, tiene el dinero que le ha dejado su abuela y sabe que lo único que le espera en la hondonada es una vida de rechazo, murmuraciones y sufrimiento por su condición sexual. Únicamente debe coger el coche y largarse, pero es incapaz de hacerlo. La vida no es fácil y resulta jodidamente difícil darle un giro. De eso habla con lúcida aspereza este libro inolvidable cuya hondura es capaz de hacer flotar entre la mediocridad, la violencia y la mugre, la belleza de todo aquello que nunca se propuso ser bello.