Quizá nadie represente mejor que Enrique Gómez Carrillo (1873-1927) lo que fue el mundo literario entre el final del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX. Tan simétricamente estuvo dividida su existencia entre los dos siglos que vivió exactamente 27 años en cada uno. Vivió deprisa y bebió y amó mucho, como corresponde al mito romántico. En 1891, cuando era poco más que un adolescente, llegó desde la lejana Guatemala a París, en el momento en que París era el centro artístico del mundo, y allí alternó con Paul Verlaine y conoció a Oscar Wilde.

En Treinta años de mi vida, memorias de titulo engañoso, pues en su relato alcanzan únicamente hasta 1892, cuando su autor contaba diecinueve años y le quedaba más de una década por narrar para alcanzar lo que prometía en el título, se ve muy bien al niño inquieto y al joven ambicioso y algo snob que supo dar al mundo muchas páginas de buena literatura -casi todas escritas a vuelapluma, con la prisa que imprime el periodismo- y hacer de su vida una obra maestra, pero también se ve algo de la sensualidad y la cursilería modernistas, que se pretendían escandalosas: «Su boca tapó mi boca? Y fue primero un beso lento, suave, un beso hermético, una caricia sinuosa, mimosa? Y luego, de pronto, aquel beso se abrió cual una flor mojada, se hizo franca y ávida, insidiosa y despótica. Sus labios palpitaban y sus dientes chocaban contra mis dientes». Sin embargo, a los tres libros que ocupan estas memorias -El despertar del alma, En plena bohemia y La miseria de Madrid, concebidos y editados por su autor como obras independientes en sus Obras Completas y ahora reeditados en un solo tomo- se les nota muy poco el paso de los años, envejecen muy bien por su abundancia de vida envuelta en literatura. Ya desde su arranque, que nos lleva a Quevedo, podemos observar el proceso de literaturización al que Gómez Carrillo somete casi todo lo que cuenta: «Yo, señores, nací en la muy noble y muy leal ciudad de Santiago de los Caballeros de Guatemala, en el mes de febrero y en el año de gracia de 1873». Hijo del historiador Agustín Gómez Carrillo, de aristocrática ascendencia española, y de Josefina Tible, el joven Enrique Gómez Tible empezó a escribir en los periódicos de su país siendo adolescente. Muy pronto, para evitar los chistes malintencionados, adoptaría los dos apellidos paternos, que lo emparentaban con los Carrillo de Albornoz. Sin embargo, como cuenta el médico Juan E. Carulla en Al filo del medio siglo, no se libraría del todo de los juegos con su apellido, pues los opositores al presidente argentino Hipólito Yrigoyen darían en llamarle, cuando el escritor ya era toda una figura, «Enrique Comes a dos Carrillos», lo que les costaría algún duelo a espada como el que cuenta Carulla que tuvo con Ángel Falco: «En varias oportunidades Gómez Carrillo hubiera podido dar buena cuenta de él, pero evidentemente no era ésa su intención, y así pude comprobarlo cuando se me volvió a acercar, antes de iniciar el tercer asalto, para decirme: "¡Francamente, no quisiera hacer daño a este muchacho tan valiente!" Reanudado el duelo, casi simultáneamente ambos se hirieron, llevando la peor parte el escritor guatemalteco, quien recibió una seria estocada que le penetró en la articulación del codo derecho».

A los diecisiete años trabajó para Rubén Darío en El Correo de la Tarde, periódico al servicio del general Manuel Lisandro Barillas, entonces dictador de Guatemala. Pero antes de eso, como nos cuenta en El despertar del alma, el primero de los tres libros que componen estas memorias, ya le había dado tiempo a escaparse de casa impulsado por su mal rendimiento escolar, a correr una aventura digna de Mark Twain junto al hijo de un zapatero intentando pasar de Guatemala a El Salvador, y, sobre todo, también le había dado tiempo a seducir a Edda Christensen, la mujer de un cónsul de algún país escandinavo. Todo perfecto, si no fuera porque, al parecer, a la altura de 1888, cuando él sitúa este romance, no había representante consular de ningún país escandinavo en Guatemala. La autobiografía novelada que Gómez Carrillo nos cuenta en estas tres entregas está pasada por el filtro de su autocomplacencia. Su vida está benditamente deformada por la literatura, muchas veces enunciando explícitamente el modelo -Cervantes, el Arcipreste de Hita, Huysmans, Maeterlinck, Oscar Wilde-, lo que la convierte en una desparpajada y emocionante novela real: «¿Qué es una existencia sino una novela vivida?», se pregunta en la dedicatoria a El despertar de un alma.

En 1891 consiguió una asignación del gobierno para ir a Madrid, pero impregnado de las Escenas de la vida bohemia de Henri Murger y de los relatos de Rubén Darío, viajó primero a París. Y no se sintió defraudado: «El Barrio Latino, aquella noche, pareciome cambiado. La convicción moral de que la bohemia no había muerto (?) hacíame recobrar mis ilusiones literarias y mis esperanzas novelescas». De su paso por París se ocupa En plena bohemia, el segundo libro de estas memorias.

Meses más tarde ha de trasladarse al fin a Madrid, donde publicará su primer libro, Esquisses, al que como ha aclarado José Luis García Martín -quien ya se había encargado de prologar y editar los dos últimos libros de estas memorias para la editorial asturiana Llibros del Pexe a finales de los años noventa- le dedicó Clarín un palique en Madrid Cómico, y no en El Imparcial, como dice Gómez Carrillo en La miseria de Madrid. La impresión que tiene de Madrid es la de una ciudad culturalmente atrasada, conformista y provinciana: «La bohemia de casi todos, es la liga de los cuellos sucios y de las copas de mal vino. La otra bohemia, la mía, la que no representa sino una gran libertad de alma artística dentro de la disciplina severa de la forma, sólo existe en París».

Como señala García Martín en el prólogo a estas memorias, Gómez Carrillo supo desempeñar simultáneamente y a la perfección los papeles de Leandro y Crispín, el gran señor y el pícaro que protagonizan Los intereses creados de Jacinto Benavente. No dudó en adular a los poderosos -puso durante muchos años su pluma al servicio del dictador Estrada Cabrera- y fue un experto en autobombo, en darse publicidad. Se rodeó de mujeres hermosas y tuvo un matrimonio fugaz pero muy mediático con Raquel Meller, e incluso es posible que algunos de los escándalos más sonados que se le atribuyen, como el de haber entregado a la espía Mata Hari, fueran rumores creados por él mismo para promocionar alguno de sus libros. Vida y literatura hay a raudales en estas memorias algo mixtificadoras, pero capaces de hacernos viajar placenteramente hacia ese Fin de Siglo elegante y mugroso, deslumbrante y desgarrado.