Edward Bunker (Los Ángeles, 1933 - Burbank, 2003) ligó su vida a la delincuencia desde muy joven. Sus padres se divorciaron cuando tenía cuatro años y se pasó la infancia entre hogares de acogida e internados. Ingresó en la adolescencia pasando de reformatorio en reformatorio hasta acabar en prisión. Con diecisiete años se convirtió en el preso más joven de San Quintín. De nivel intelectual alto, aplicó buena parte de esa inteligencia a planear golpes que lo llevaron a entrar y salir de prisión durante buena parte de su vida. «Creo en la perseverancia por encima de todo, incluso por encima de la inteligencia», decía, y perseveró en el delito, pero no nos interesa por eso, nos interesa porque perseveró también en la escritura. En la cárcel se aficionó a la lectura y se convirtió en escritor. Las palabras de uno de sus personajes más memorables, Max Dembo, protagonista de No hay bestia tan feroz, pueden aclararnos algo: «La tranquilidad se convirtió en aburrimiento y soledad. Por eso me puse a escribir mi historia, lo cual ha sido un arduo trabajo».

A Bunker le rechazaron seis novelas antes de poder llegar a ver publicada la primera, pero a partir de los años setenta sus negras historias con ritmo de thriller, protagonizadas por presidiarios o expresidiarios, se convirtieron en obras de culto y le proporcionaron a su autor fama y una nueva forma de vida, además de una intensa relación con el cine: fue candidato al Oscar por su guión de El tren del infierno, de Andréi Konchalovski, asesoró a Michael Mann para algunas de las escenas de Heat y, sobre todo, participó como actor en Reservoir Dogs, de Quentin Tarantino, convirtiendo a Mr. Blue en un personaje tan de culto como sus propias novelas, dos de las cuales -No hay bestia tan feroz y La factoría de animales- fueron adaptadas al cine. Su obra entera exuda una cruda poética del fracaso y se inscribe en ese género tan norteamericano del outsider, que bebe del western, de la novela negra y de los relatos de la Gran Depresión, de John Ford, Hammett, Cain y Chandler; y también de John Steinbeck y Woody Guthrie.

Admirado por escritores como William Styron y James Ellroy, el primero, que le escribió algunos prólogos para sus libros, dice en el de La educación de un ladrón, la autobiografía de Eddie Bunker, que tras entrar y salir de prisión durante muchos años, intentó reinsertarse, pero no encontró ningún trabajo decente y volvió a ganarse la vida como mejor sabía hacerlo: traficando con drogas y planeando robos, hasta que volvieron a cogerlo: «Aquí podía haber terminado nuestra historia -nos dice Styron-, la de otro inadaptado engullido por la muerte en vida del castigo penitenciario, de no haber mediado la gracia salvadora del arte, ya que debemos recordar que, incluso en su vida como delincuente, Bunker trabajó afanosamente para convertirse en escritor». Resulta curioso que Bunker le dedicara esa autobiografía a su hijo, nacido en 1994: «He esperado muchos años a tenerlo para poder ofrecerle una mano mejor que la que me repartieron a mí. Estoy seguro de que jugará sus cartas mejor de lo que yo jugué las mías». Esas eran las palabras del hijo de dos productos del Hollywood de la Gran Depresión, una corista que trabajó en los musicales de Busby Berkeley y un tramoyista, ambos alcohólicos. Alguien que había nacido en el lugar que se fabrican los sueños para conocer el abandono, la inadaptación y la marginación desde muy pronto. Pero supo cambiar el rumbo y demostró ser un maestro al convertir sus experiencias en literatura de la mejor clase.

El riesgo que corren algunos escritores delincuentes, a la manera de los que José Ovejero retrata en su reciente libro -que por cierto, habla muy poco de Bunker-, es que su excitante biografía eclipse su obra literaria. Para darse cuenta de que este no es el caso no hay más que abrir cualquiera de las novelas de Bunker que la editorial Sajalín lleva unos años brindándonos: No hay bestia tan feroz, Perro come perro, Stark y La factoría de animales. Esta última, presidiaria y claustrofóbica, apoyándose en dos personajes principales cuenta la historia de un joven camello de éxito -Ron- que va a parar a San Quintín, donde para sobrevivir necesitará la protección de un veterano -Earl- que se mueve como pez en el agua en ese mundo paralelo al exterior, con reglas y modos de comportamiento propios. Earl necesita la juventud y la inteligencia de Ron para mantenerse a flote, para tener una esperanza; Ron, en cambio, necesita la experiencia de Earl para sobrevivir y también para intentar escapar del embrutecimiento de «un entorno clausurado que refleja la sociedad libre del mismo modo que el espejo de una caseta de feria refleja la forma humana: la imagen es completa, pero deformada». Ambos se necesitan para sentirse vivos en un lugar que produce animales humanos y en el que lo más probable es que se salga peor de lo que se entra; y se necesitan también para intentar huir.