La historia es bien conocida y se sigue estudiando en las escuelas de Educación Especial: a finales del siglo XVIII tres cazadores capturan en un bosque del Languedoc a un niño desnudo, sucio, encallecido por la aspereza del mundo y las noches al raso. No encuentran en él ningún indicio de que conozca o haya conocido algo distinto a la lucha por la inmediata supervivencia que impone la Naturaleza. Llevado a la taberna del pueblo, expuesto a la curiosidad de los vecinos como un animal de feria y finalmente encerrado, el chico se revuelve como una fiera y consigue escapar para regresar al bosque, donde pasa otros dos años haciendo incursiones en los sembrados y las aldeas del departamento de Aveyron, hasta que un día, atraído por la comida, se mete en una cabaña habitada y lo capturan de nuevo.

Esta vez no consigue escapar y lo envían al orfanato de Saint-Affrique, donde es tipificado como el auténtico Homo Ferus de Lineo. Dos prominentes naturalistas, Pierre-Joseph Bonnaterre y Roche-Ambroise Sicard, se disputan su custodia, de modo que inicialmente pasará a la Escuela Central de Rodez para luego, cuando el Ministerio del Interior le concede la custodia al abad Sicard, ingresar en el Instituto de Sordomudos que éste dirige en París. Hasta allí llegará no mucho después un joven médico, Jean-Marc Gaspard Itard, que tomará el caso con empeño cuando Sicard ya había decidido que el pequeño salvaje de Aveyron no era más que un idiota incorregible. Un idiota que a menudo se sentía aterrorizado y se balanceaba durante horas mirando a la pared, encerrado en lugares en los que «no había ni rastro de las estrellas en el firmamento, ni del aroma del pino, ni del enebro, ni del rumor del agua corriente» y en que «animales más grandes y poderosos que él lo habían capturado para su diversión, lo habían elegido como presa, de modo que el niño no tenía otro horizonte que el miedo».

El caso es bien conocido porque François Truffaut realizó a finales de los años sesenta una hermosa película haciendo hincapié en la relación clínica y afectiva que se estableció entre Itard y el joven salvaje al que le puso el nombre de Victor. Ayudado por Madame Guérin, que se encargaba de la comida y el cuidado del muchacho, Itard dedicó durante más de un lustro toda su energía y su voluntad científica a intentar hacer saltar a Victor del salvajismo del que provenía a la civilización a la que lo habían llevado. Buscaba, claro está, la gloria, pero los resultados obtenidos fueron decepcionantes a los ojos de las damas y generales que poblaban los mejores salones del París posrevolucionario y esperaban la espectacular conversión del buen salvaje roussoniano que Victor nunca había sido en un atildado caballero. Sin embargo, comparado consigo mismo y no con el resto de la sociedad, el progreso conseguido a base de baños, masajes y un implacable entrenamiento para reconocer objetos y algunas palabras escritas -parece que el chico nunca llegó a pronunciar más que unas pocas sílabas- sí dieron sus frutos.

La historia es bien conocida, pero seguramente nadie la había contado con la claridad y emoción con que lo hace T. C. Boyle (Nueva York, 1948) en esta breve novela, que se diría salida de una mezcla entre El hombre que plantaba árboles, de Jean Giono, y Leviatán, de Thomas Hobbes. La tensión entre Naturaleza y cultura, entre salvajismo y civilización, se palpa en cada párrafo y se adereza con una ristra de cualidades humanas, demasiado humanas: crueldad, piedad, amor o vanidad entre ellas. Llegado Itard a un punto muerto en sus progresos con el joven salvaje, Victor abandonó el Instituto para Sordomudos al concedérsele una casa y una pensión del gobierno a Madame Guérin para su cuidado. Ella, al ir envejeciendo, «se descubrió demasiado débil para llevarlo a pasear por el parque, así que él se quedaba mirando por la ventana durante horas o se echaba en el patio para ver cómo se desplegaban lentamente las nubes por el cielo». Murió en 1828. Tenía entonces unos 40 años.