Seguimos en la faena de contar la historia menuda y anecdótica de «El Caso», al llegar el sexagésimo aniversario de su aparición. Un producto atípico en un país que hacía poco más de una docena de años había liquidado una guerra civil, maltrecho y en medio de la hostilidad internacional. Aparte de las penurias materiales, la escasez de lo necesario, el dolor y el rencor de los vencidos, había por delante un desconocido y vasto territorio que se llamaba porvenir.

En el terreno que nos concernía, pintaban bastos y suspicacias personificadas en una censura que entendía de todo aquello que iba a publicarse o, incluso, pronunciarse por la radio. Aunque les parezca insólito, a través de aquella estrecha aduana pasaban incluso los anuncios más conocidos. A propósito y con afán demostrativo, un percance que sufrió el diario «Ya», órgano de Acción Católica, irreprochable en su lealtad al régimen, dirigido y gestionado por personas de total fidelidad, una casualidad pudo haberle costado muy cara. Este diario publicó como inserción fija, durante años, el anuncio de un popular raticida y el texto, que siempre salía en primera página y siempre en el mismo sitio, era tan habitual como la propia cabecera. Pero, entresijos de la tipografía, tal anuncio llevaba un texto en rojo, para resaltar más su interés, ya que era la única mancha de color en todo el diario. Ilustraban la inserción una o dos ratas bigotudas, de aire antipático y el letrero en rojo contenía una frase, un concepto, un consejo útil y tajante. Decía: «No se lamente, ¡mátelas!».

Quisieron la casualidad y los duendecillos que pululan por las imprentas que junto a aquel lugar privilegiado figurase una fotografía donde, con algún pretexto benéfico o social, aparecían la esposa del jefe del Estado y su hija, Carmencita, a la sombra de la imprecación «¡mátelas». Cualquiera sabe que para imprimir en otro color es necesario un rodillo distinto, que pasa, independientemente, por el espacio, bien medido para conseguir su efecto. Parece evidente pensar que no fueron doña Carmen ni su hija quienes denunciaron aquel risible disparate, pero sí el ojo siempre vigilante de la censura o la pesquisa de quienes andaban a la caza del gazapo, una de las formas de aludir a la errata de grueso calibre. Hubo expediente, salieron a relucir en el incidente la sangre de mártires, héroes y fundadores del Nuevo Régimen. Al final no sé si hubo o no sanción, pero cayeron algunas cabezas.

O sea, que «El Caso» tenía que habérselas con la inquisición política, la moral y, sobre todas las cosas, el sarpullido que produce el éxito. Había que rellenar 16 páginas, al comienzo, estar «racionados» a un suceso de sangre por número, y observar toda corrección y prudencia al relatar crímenes que pudieran dar la sensación de desorden social. Ahí es donde residió nuestro talento, si es que lo tuvimos: en la manera de ofrecer al público un producto que lo apasionara y lo entretuviera. Eso nos llevó al primer tropiezo, no deliberado. Para rellenar con noticias y relatos con gancho, publicábamos novedades en las que no reparaban los colegas y pronto empezaron a acudir periodistas de todas las edades deseosos de colaborar y ganarse una pesetillas en aquel «periódico de porteras».

Si los textos no chocaban con ningún principio fundamental del Movimiento, se publicaban. Y así lo hicimos con un reportajillo llevado por un novato, que no parecía encerrar problemas, ya que tenía lugar fuera de España y eso era una garantía. El asunto lo recoge y reproduce el excelente libro de Juan Rada conmemorativo del 60.º aniversario de su aparición.

l Mil millones por velar a una muerta. Se decía, como cosa curiosas, que una señora francesa, llamada Lucie Desmarins, enormemente rica, había dispuesto una cláusula testamentaria por la que se legaban mil millones de pesetas a la persona que fuese capaz de permanecer un año en el amplio panteón que la finada poseía en el cementerio Père Lachaise de París. En la información se advertía de que cualquier lector que estuviera dispuesto podía escribirnos a la redacción, enviando un sello para la respuesta.

Ni con mucha fiebre hubiéramos podido prever la respuesta de los lectores. En la primera semana recibimos 634 cartas, anticipo de los millares que luego llegaron. Aquello era un problema, pues empezábamos por el fallo de no haber comprobado los datos, algo que remediamos escribiendo una carta al cura párroco encargado del camposanto, pues no habíamos reparado en que la noticia pudiera ser falsa. El meticuloso abate nos contestó a vuelta de correo, escandalizado por el número de españoles que le preguntaban por el panteón Desmarins, cuando en todo el recinto no había una sola tumba con ese nombre.

Teníamos presente la recepción de centenares de sellos de correos, que, inmediatamente, pusimos a disposición de los remitentes, para su devolución y no ser denunciados por estafa. La verdad es que no existía la tal Lucía, ni el testamento, ni la cláusula. Parece que fue la invención de un periodista desocupado que quiso llamar la atención.

Este corto relato, en tiempo real, llevó una semanas en las que permanecimos agarrados al tema. Esperando confirmación o desautorización, pero desbordados por una multitud de personas desesperadas, que necesitaban aquel dinero o parte y estaban dispuestas a tomar un aperitivo con la misma muerte. Lo curioso es que «picaron» otros periódicos, entre los que estuvo «Pueblo», que cultivaba el populismo y buscaba los lectores donde fuera. Destacaron enviados especiales y eso nos forzó a inaugurar una «tournée» del cadáver, trasladándolo de necrópolis, inventando un castillo en las márgenes del Loira, luego extrañándolo a Alemania -en fin, que no sabíamos qué hacer con él-, tras cuyas inexistentes huellas galopaban los sabuesos de «Pueblo» y algún otro diario.

Una pesadilla y un peligro, pues los candidatos capaces de permanecer un año de tertulia con un cadáver no se dejarían tomar el pelo con facilidad, aunque no hubiera sido ésa nuestra intención. Deliberamos, seriamente, si procedería abandonar la redacción y emigrar al Canadá o a Indonesia, sintiendo verdadero temor por nuestra integridad física, al menos. Un bautismo de fuego para un joven periódico que sólo buscaba el solaz de los lectores y que pensaba empuñar la bandera de la verdad.

Finalmente, en cortas y muy meditadas dosis, fuimos desmontando el tinglado ofreciendo versiones y disculpas que quizá no merecíamos. Tuvimos la sensación, más de una vez, de que las turbas podían tomar aquellas dos habitaciones y media y pasarnos a cuchillo.

l La censura local nos favorece. Pasaban las semanas y el semanario se asentaba en la sociedad española. Pensando retrospectivamente en aquel éxito, creo que el incesante aumento de las tiradas se debía, en parte, al mayor obstáculo con que podíamos enfrentarnos: la censura. El beaterío nacional, sin motivo alguno, no quería prensa que ahondara en los entresijos de la vida pública ni la privada y, como si no tuvieran otra cosa mejor que hacer, llovían las presiones y las denuncias sobre presuntas complacencias en lo morboso, que dieron lugar a otro episodio que contaré más adelante.

Mientras, nos tocaba aguantar y atenernos al estúpido racionamiento de un suceso de sangre por número. No tardamos mucho en intuir la realidad española de su estancamiento y división en territorios específicos. La censura era experta e intolerante en Madrid, pero también, por otras causas, en las provincias. Cada gobernador civil y jefe provincial del Movimiento -casi siempre la misma persona- deseaba que la paz de su virreinato no fuera alterada, y la prensa y radio locales debían pasar por otra censura más inmediata a la actualidad y el interés de aquella tierra, la suya.

Aunque pocos, había crímenes en aquella población desarmada y con una experta y omnipresente policía. Un escándalo y más, un grave delito, conmovían las aguas estancadas y para eso estaban los funcionarios del Gobierno Civil, atentos a los hechos e incluso murmuraciones que se producían en su ámbito. Si en algún lugar de la provincia de Salamanca, de Málaga, de Oviedo o de Tarragona se producía un hecho del que hablaran las vecinas, aquello quedaba sofocado porque la prensa, la radio y todos los medios de difusión locales vivían amordazados, sin plantear conflictos sociales. Esto vale para los negocios sucios de algunos políticos, las mangancias de ciertos militares, los abusos morales de una Iglesia que se considerada la guardiana de la fe y la moralidad públicas.

Pero un semanario editado en Madrid pasaba por la Gran Censura, que autorizaba los textos aparecidos, tenía otro tratamiento y las policías regionales se abstenían de tocarlo. Entonces, cuando en cualquier lugar de España ocurría algo anormal que conmovía a sus vecinos, encontraban una minuciosa, veraz e independiente versión de los hechos, como norma general. Se corría la voz y nuestro periódico se vendía hasta de estraperlo, porque hacíamos tiradas especiales para aquellas regiones, con los textos aprobados por la censura central, pero que aparecían sólo en aquellos lugares afectados por la curiosidad de los paisanos. Para entender esto hay que hacer el pequeño esfuerzo de comprender aquella España, que tan poco se parece a la actual en muchas cosas.

l La María Goretti catalana. Tuvimos la suerte de contar, desde el número uno, con un gran periodista, Enrique Rubio, que emigró a Cataluña para ganarse la vida con su talento y su habilidad como caricaturista. Le pagaban muy poco por colaboración publicada, lo que no ocurría muy a menudo y, desesperado, con una familia recién formada, estaba dispuesto a abandonar las tierras catalanas y volver a La Mancha, de donde era originario, o a Madrid. Justo en ese momento estábamos preparando la salida de «El Caso» y era indispensable un representante en aquellas tierras. Sin conocerlo ni haberlo visto en mi vida, lo contraté por teléfono ofreciéndole más de lo que aspiraba a ganar, según ha escrito muchas veces.

Fue un gran periodista, inteligente, de buen carácter, lleno de simpatía y nobleza; pronto se hizo amigos entre la Policía barcelonesa, que miraba con recelo a los representantes de la prensa.

Rubio nos dio el primer éxito periodístico de envergadura, cuando estaba terminando nuestro segundo año de vida. El número 34, del 28 de diciembre de 1953, salimos con una minuciosa información sobre el ataque que sufrió una adolescente de apenas 12 años, que defendió su integridad física a costa de las puñaladas que le propinó su violador, un obrero del campo llamado José Garriga Junyent. Era inevitable la comparación con la niña italiana María Goretti y no sólo en la comarca de Manresa, donde tuvo lugar el hecho, sino en todo el país, que se conmovió con la historia, que tuvo trágico desenlace. La pequeña murió, unos días después de la agresión y a causa de ella. La tirada del semanario subió vertiginosamente y ya habíamos sobrepasado los 100.000 ejemplares.