Así que el 80 por ciento de los funcionarios que deciden los contratos públicos en este valle de lágrimas asturiano está puesto a dedo, y sus jefes no admiten un no por respuesta.

El dato debería invitar a la reflexión a los estatistas. Si una entidad privada es parcial por definición, las instancias públicas pueden serlo aún más. Vamos, que los que tiemblan de emoción ante el Estado y sus derivadas y se convulsionan de indignación ante los individuos libres y sus emprendimientos deberían meditar sobre la crudelísima realidad, y es que aún más peligroso que una piraña privada es un tiburón público.

¿Por qué demonios ponen a dedo a los funcionarios y no admiten un no por respuesta? Evidentemente, para mangonear. ¿Por qué un político puede querer mangonear una contrata pública? Para robar, no hay ni puede haber otra explicación.

Las leyes garantizan la limpieza de los concursos. Pero si se alteran algunas condiciones -en flagrante fraude de ley- entonces lo dispuesto para la seguridad jurídica se convierte en un mecanismo de protección del ladrón que no hay forma de pillarlo, porque todos los papeles cursan en regla.

Como además otras instituciones que podrían terciar están hiperpolitizadas, el tinglado de la corrupción es perfecto. Si se materializa o no ya depende de lo que cada cual quiera suponer, porque no se puede demostrar nada, pero ya me dirán para qué se compra uno un coche si no es para andar por ahí, así que para qué se pueden manipular las instancias de las que salen las adjudicaciones si no es para entrar a saco en los dineros de todos. Conclusión: el sistema está corrompido, la tarea más urgente es echarlo abajo desde la raíz.

(Para la terapia de esta semana se recomienda vivamente la terrible canción «Carta a Lucinio», de Labordeta: «Algunas veces pienso / ir al pantano / y cuando esté bien lleno / tirarme dentro / y hundirme a estar contigo / como hace tiempo»).