2 Luis M. Alonso

En Castelnaudary, cuna del cassoulet, se empeñó la camarera del restaurante en que comiese el potaje que ha dado fama al lugar. Era una noche de mil diablos bien pasadas las nueve y después de un largo viaje de siete horas desde Asturias. Soy devoto del buen cassoulet, igual que de la buena fabada y otros platos de cuchara, pero las largas y pesadas digestiones me desaconsejan comer judías blancas generosamente condimentadas y guarnecidas cuando se acerca el momento de acostarme. Por eso, desistí amablemente del ofrecimiento explicando que deseaba algo más llevadero teniendo en cuenta la hora y la necesidad de retirarme pronto a descansar. La camarera me observó con una mezcla de conmiseración y desprecio, como lo suelen hacer los franceses cuando intuyen desconcierto o confusión en el comensal.

-El cassoulet no es indigesto, señor, y si no lo come se perderá la especialidad de la casa.

-Estoy convencido de que es así -le dije con la intención de no herir sensibilidades y pedí algo mucho más ligero, pero indudablemente más insípido, creo recordar que era un pescado bañado en una absurda mantequilla.

Hay más de un cassoulet en el Languedoc, pero ninguno con la historia del de Castelnaudary. Tiene como base la carne de cerdo, como cualquier estofado de alubias que se precie, jamón, salchichas, tocino fresco y, por supuesto, el confit de oca. Este último domina en la preparación típica de Toulouse, a la que a veces se le echa Armagnac. Para que sea bueno, el cassoulet, como nuestra fabada, debe cocer lentamente al fuego. Muy lentamente. La confección de los productos que se incorporan a la olla lleva también su tiempo. Circula por ahí, gracias al desaparecido e inolvidable Néstor Luján, la anécdota del gran cocinero de los años veinte Prosper Montagné, que paseando por una calle de Castelnaudary vio una zapatería con el siguiente cartel en la puerta: «Casa cerrada a causa del cassoulet». La propietaria había prescindido de todo, incluso del negocio, para consagrarse como es debido al ilustre plato.

Dispuesto a meter cuchara, he decidido empezar por el cassoulet para referirme a las alubias porque no les puedo contar nada que ya no sepan sobre la fabada, nuestra «pièce de resistance» culinaria. La fabada es a las alubias, lo que el cocido madrileño es a los garbanzos o la paella al arroz, en la cocina española. Y estos tres platos son probablemente los pilares de nuestra gastronomía. El cocido, como decía Manuel Pardo de Figueroa, en los tratados Dr. Thebussem, es, además, un símbolo de la unidad nacional, ya que entre sus ingredientes se encuentran productos de la mayor parte de las regiones. Aunque, como recuerda José Esteban, debió de decirlo porque en la mayoría de ellas, por no decir en todas, existe un cocido o un puchero sobresaliente con o sin garbanzos.

Ha sido una grata sorpresa encontrarse con una nueva edición ilustrada de Breviario del cocido, de Esteban, un pequeño clásico de la literatura gastronómica del siglo XX, que Reino del Goneril ha decidido sacar otra vez a la luz. Breviario del cocido es un repaso singularísimo a los potes de nuestra geografía, a esas ollas humeantes que han combatido el hambre de los españoles durante siglos. Unamuno decía aquello de que allí donde se halla un cocido está mi patria. Y la patria estaba por todos los rincones, no sólo en Madrid, sino que igualmente en Oviedo. Tal como escribe Esteban, baste recordar La Regenta: «Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, hacía la digestión del cocido y la olla podrida...».

Hablando del «coci» de tres vuelcos (la sopa, los garbanzos y las legumbres, y las carnes), de Lhardy y de otras grandes casas que lo han hecho y hacen de manera deliciosa, aprovecho la ocasión para apoyar la tesis de Luján y del propio José Esteban de que en el cocido madrileño sobra la salsa de tomate, de la misma manera que está de más la morcilla, que, como recalca el autor del Breviario, combina mejor con las alubias que con los garbanzos. En Asturias, y concretamente en Avilés por ser la cuna, se debe sustituir por la longaniza local, mucho más apropiada.

Judías blancas, garbanzos... nos quedan unas lentejas para completar la olla. Pero antes de nada un pequeño secreto: las lentejas, además de ricas en hierro y reductoras del colesterol, son mucho más digeribles si se cocinan con una pizca de comino. Los árabes, que tienen la habilidad de combinar las especias de modo que la utilización de cada una de ellas tiene un porqué y el conjunto suele ser una grata armonía de sabores, añaden el comino a los guisos de lentejas, mientras que los indios preparan frecuentemente el dahl con cúrcuma o jengibre y no sólo para acentuarlo.

Los indios llaman dahl a sus lentejas estofadas. Existen aproximadamente 30 variedades de dahl, el masur, el mung, el chana, etcétera..., en función de los ingredientes que se van incorporando a la preparación. Claro que si a alguien familiarizado con las lentejas pardinas o rubias, las que se utilizan comúnmente aquí, le ponen delante un plato de «dahl», es más fácil que piense, a simple vista, que lo que le han servido son granos de maíz o, en último caso, arroz inflado. Las lentejas indias son otra cosa, en apariencia y en textura.

Volvamos al principio. Una vez en posesión de la teoría digerible del comino, se puede echar mano de un apañado guiso árabe de lentejas y cordero. Se saltean en una cacerola grande 500 gramos de cordero en pequeños trozos hasta que dore bien. Y se reserva aparte. Se saltean también tres zanahorias cortadas en rodajas finas, la cebolla igualmente picada y un diente de ajo en la grasa donde se frió el cordero. A la cacerola se incorpora una taza de lentejas verdes, enjuagadas antes y acto seguido escurridas, dos tazas de agua, sal, una cucharada de comino y una pizca de pimiento rojo triturado, además del cordero. Se deja hervir a fuego fuerte y luego lento durante 45 minutos, removiendo de vez en cuando.

Hay una clase de lentejas verdes, las francesas del Puy o del Berry, que son de una finura excepcional. Las he oído llamar caviar del pobre. Tienen el tegumento mucho más fino que el resto de sus parientes legumbres, la naranja, la coral, la parda o la rubia, que necesitan más tiempo de cocción. Su origen se remonta a la era galo romana. De hecho, encontraron un puñado de ellas en un vaso de barro entre los vestigios de Puy-en-Velay. Los campesinos las cultivan, según la tradición, desde hace ya mucho tiempo. Tienen un gusto delicado, nada harinoso y cuecen en siete u ocho minutos. Los franceses las suelen comer en ensaladas o acompañando el «petit-salé», un tronco de cabeza de lomo o panceta de cerdo que se vende cruda, como el lacón, y que hay que poner a remojo. De las lentejas con chorizo de la abuela apenas se puede descubrir nada, porque no tienen secretos. Se trata, como ya saben, de aquel potaje revitalizante que nos obligaban a comer de pequeños y con el que acudíamos raudos al refrán: «Lentejas, comida de viejas, si no las quieres, las dejas».

En fin, y no siempre es larga y pesada la digestión de las legumbres, sólo que aquella noche en Castelnaudary yo no estaba para muchos ruidos. Por eso, en vez del cassoulet, cometí el error de pedir el pescado de cuyo nombre nunca quise acordarme.