De nuestro corresponsal, Falcatrúas.

Los desertores del arado de Bildeo, especialmente los huidos hacia Ensidesa en Avilés en los años sesenta y setenta del siglo pasado, solían enviar a sus hijos a pasar el verano al pueblo, a casa de los abuelos; esta devolución de criaturas a la aldea se debía a que los guajes, sin escuela, estorbaban una barbaridad atravesados todo el santo día por la casa. Además, los veraneos de la gente menuda salían así más baratos y se mantenían los lazos entre abuelos y nietos.

Cándido se encontraba aquel verano en casa de sus abuelos Sebastián el Tarouzo y su mujer Oliva (de mote «Ojiva», tenía un solo ojo) pasando las vacaciones rústicas anuales. La mayoría de los chavales emigrantes no se implicaban en las tareas del pueblo, se habían hecho urbanitas y, aunque lo pasaban bien en Bildeo, echaban de menos a sus amigos; colaboraban de mejor o peor gana cuidando el ganado, pañando hierba, pero pensaban en la playa, en jugar al fútbol, en aventuras explorando casas y fábricas abandonadas... Cándido estaba a gusto en el pueblo, pero tres meses era demasiado tiempo.

Un día lo enviaron a buscar a «Catalina», la burra que solían tener suelta en un prado a media hora de distancia del pueblo; dicho prado disponía de un manantial, así que la burra pasaba semanas allí, a veces acompañada del caballo o de algunas ovejas, transformando hierba en cucho. A Cándido le extrañaba ese nombre en una burra, pero conociendo a su abuelo, su sentido del humor y que la opinión que más valía era la suya, el asunto no admitía duda. Además, Sebastián el Tarouzo apreciaba más a la burra que a cualquier nieto que tuviera.

«Catalina» parecía estar muy a gusto en su finca, no tenía ninguna gana de marchar; Cándido falló en todos sus intentos de cogerla, ella siempre escapaba en el último instante, soltando coces. El chaval cambió de estrategia; ofreciéndole un trozo de pan de su bocadillo, se fue acercando a la burra hablándole con voz cariñosa, como había visto en algunas películas cuando el mocín camelaba a la mocina. Aquello pintaba bien, la burra esperaba tranquilamente... hasta que en una rápida maniobra atrapó con sus enormes dientes el pan y algunos dedos de Cándido, tras lo cual volvió a soltar coces al aire y, aprovechando la candidez de Cándido, que había dejado abierta la portilla, escapó internándose en el monte.

Con 13 años, el muchacho podía correr más rápido que cualquier burra, pero comprobó que no tenía la cabeza tan dura, a pesar de lo que dijeran en casa; el cabreo primero y la rabia después se fueron apoderando de él, a medida que aquel estúpido animal le fue haciendo subir y bajar montes a lo largo de las dos horas siguientes. Finalmente, la burra se detuvo, agotada aparentemente, y Cándido pudo aproximarse lo suficiente como para casi echar mano del ramal, pero ni con ésas; volvió a saltar, a cocear y a alejarse. El chaval, harto de la jodida burra, le tiró la vara de avellano que llevaba, como todo aquel que pastorea ganado, y que impactó como una jabalina contra el ojo izquierdo de «Catalina».

La burra acusó el golpe, agachó la cabeza y dobló su largo pescuezo hacia el lado herido; Cándido vio el ojo de «Catalina» perdido y a sí mismo también perdido, sometido a un juicio en el que su abuelo era el juez que emitía una sentencia inapelable de culpabilidad para él.

Estaba aterrado. Él, un estudiante, al que se suponía educado e inteligente, maltratando a golpes a una burra indefensa. ¡Vaya papelón el suyo! Llevó el animal hasta el río, mojó su pañuelo y le limpió la herida, suspirando aliviado al ver que el palo había golpeado un pelín por debajo del ojo; sí, el ojo estaba algo ensangrentado y se iba hinchando, pero ya no se vio tan criminal como antes, no tendría que ir a la cárcel para siempre, había salida en aquel negro túnel en que se encontraba.

Volvió a casa con «Catalina», toda la familia esperaba inquieta desde hacía un par de horas; balbuceó algunas explicaciones confusas acerca de la herida de la burra, que había tenido que correr detrás de ella por todo el valle, el lanzamiento de la vara... Su abuela, que se había evaporado, regresó con un ungüento a base de plantas cocidas, miel, manteca, aceite y otros ingredientes misteriosos que aplicó sobre la herida del animal, tapándolo con una venda. La burra se dejó hacer de todo, quieta como un poste, agradeciendo los mimos.

A Cándido nadie le preguntó si estaba cansado o hambriento. No recibió condena alguna por su «delito», pero se sintió desgraciado siendo el agresor de una burra «indefensa». ¡La madre que la parió!

Seguiremos informando.