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Ruido de campanas, fuego de mosquetes (I)

Un campanario sacó a la calle al pueblo y autoridades de Avilés en apoyo de la misma protesta

Infografía de Nicolás De la Madrid

Infografía de Nicolás De la Madrid

Juan Carlos De la Madrid

Juan Carlos De la Madrid

El 24 de febrero de 1847 los cascos de los caballos y el rugir de la soldadesca ocuparon la tierra y el aire de Avilés. Una villa queda, tranquila, habitada por dóciles lugareños que, al menos hasta entonces, habían sido inofensivos ciudadanos y piadosos feligreses para las autoridades civiles, militares y eclesiásticas. Pero todo pueblo tiene un resorte oculto, un botón del pánico. El de Avilés, como el de tantos lugares de la España de provincias, estaba en el campanario. No hay aquí doblez ni licencia poética, me refiero a la torre donde se custodian las campanas. Más concretamente la torre del viejo convento de San Francisco del Monte, hoy iglesia de San Nicolás. Esa misma atalaya llamó a la tropa que anegó, para escándalo general, las calles de aquel pequeño Avilés.

Todo empezó con la Desamortización. Ese proceso que puso patas arriba la propiedad de la tierra y otros bienes en la España de mediados del siglo XIX. Las viejas leyes perpetuaban entonces el Antiguo Régimen en tierras, edificios y trabajo. Les pertenecían a corporaciones eclesiásticas, civiles (desde hospitales a hospicios) o instituciones familiares, atadas por mayorazgos indivisibles. No se podían comprar ni vender. Imposible hacer negocios. La noche de los tiempos más remotos ponía los mejores recursos productivos en manos de las entonces conocidas como "manos muertas". El nuevo estado liberal, interesado en formar una economía moderna; capitalista, no se lo podía permitir. Decidió continuar el proceso, iniciado por Godoy a finales del siglo XVIII, con dos nuevas oleadas destinadas a que la tierra fuese repartida y, a la vez, la Hacienda del reino hiciera caja: en 1836 la Desamortización eclesiástica, "de Mendizábal", y en 1855 la Desamortización civil, "de Madoz", se encargaron de ello. La primera tuvo efectos inmediatos en las dos órdenes masculinas de Avilés. Franciscanos y mercedarios, se vieron obligados a abandonar sus conventos.

El mundo cambiaba. La Iglesia, plenipotenciaria hasta entonces, veía como la subasta de sus posesiones la debilitaba, llenando de vigor a una burguesía que se hacía con ellas después de años de codiciar sus enclaves privilegiados en pueblos y ciudades. Porque esa y no otra fue la conclusión final, aunque el propósito era repartir la tierra, ponerla en circulación para crear riqueza, se logró que esa tierra, a precio de ganga, pasase a la burguesía más pudiente. No eran manos muertas, pero eran pocas manos que jamás tuvieron callos.

Finalmente se desmontaron los conventos de La Merced y San Francisco. A la calle fueron sus moradores: doce sacerdotes, dieciséis coristas, cinco legos y dos criados de San Francisco y doce frailes, dos legos y dos criados de La Merced. Desde entonces sus edificios fueron sobreviviendo o malviviendo destinados a usos diversos, para acabar desapareciendo el de La Merced, que dejó solar y parte de sus piedras a la nueva iglesia de Sabugo. El edificio de los franciscanos, sin embargo, mantuvo en los primeros años un uso religioso dando abrigo a las clarisas de Oviedo, en el ostracismo desde 1837.

He aquí el efecto mariposa desamortizador. O como una exclaustración en Oviedo puede provocar una conmoción en Avilés. Las clarisas de la capital, como ocurriera luego con las bernardas avilesinas, ocupaban unos terrenos jugosos, en situación y extensión. Algunos notables y la administración ovetense llevaban años ambicionándolos. La comunidad, cansada de defenderse del asedio dentro de un convento trocado en "Fort Apache", salió de Oviedo, expulsada por los tiempos y los intereses. Era 1837, hacía un año que el viejo convento avilesino de San Francisco del Monte estaba deshabitado por la misma maniobra desamortizadora. Así se juntaron dos fuerzas complementarias: unas monjas desahuciadas en busca de casa donde seguir su vida contemplativa y un caserón deshabitado: convento viejo, pero sin uso nuevo. Hacia allí se dirigieron las religiosas, poniendo cinco leguas de por medio entre su comunidad y Oviedo, a vivir el exilio. Hasta 1847, cuando se les permitió volver a su antigua morada capitalina, convenientemente recortada para aprovechar parte de su suelo en forma de feria de ganados y mercado. Entonces fue cuando se armó la tremolina. Fue Troya en Avilés. Y no precisamente porque Paris raptase a la bella Helena, no, pero rapto hubo, eso sí.

Las monjas, tras dos lustros de residencia en el convento avilesino, le tomaron cariño, quizá no al edificio entero, pero sí a alguna de sus partes, de indudable utilidad en su nueva vida y en su vieja casa. Quisieron las clarisas volver llevándose las campanas del muy viejo y muy avilesino convento de San Francisco: la campana mayor y la de la cofradía de San Antonio de Padua. Para ello, pidieron y obtuvieron el permiso correspondiente de las autoridades civiles y eclesiásticas. Pensaron las hermanas que en Avilés ya no tendrían uso al quedar el convento vacío, pero fue un error, entre otras, por dos razones.

La primera razón venía del pasado. Se remontaba al mismo origen de las campanas. Las había comprado el pueblo de Avilés, por lo tanto las seguía considerando suyas. Argumento sólido. En el año 1819 la comunidad franciscana de Avilés, al frente de la que estaba entonces Fray Domingo Gayol Villamil, pidió auxilio a la villa para conseguir dos campanas.

El pueblo de Avilés respondió con la generosidad suficiente como para que se pudieran fundir dos piezas: la mayor, costeada por limosnas de particulares y otra más, pagada directamente por la Cofradía del Glorioso San Antonio de Padua, con sede en el propio templo de San Francisco. De esa manera subieron las flamantes campanas, compradas por el pueblo de Avilés, a la torre del campanario del Monte. Destinadas a marcar la pauta de los oficios y los tiempos.

La segunda razón se proyectaba hacia el futuro. Cuando se supo que las monjas clarisas volverían a Oviedo, se pidió que la parroquia de Avilés, toda la vida en la vieja Iglesia de San Nicolás, se trasladase al convento de San Francisco, otra vez sin uso. El tiempo había pasado y, para los oficios parroquiales, se necesitaba una iglesia más espaciosa, distinta a la vieja y achacosa de San Nicolás. Las campanas eran imprescindibles. Si no tocaban ni para franciscanos ni clarisas, tocarían para los avilesinos, el mismo pueblo que las había pagado.

Por eso, cuando la madre abadesa de las hijas de Santa Clara, mientras preparaba la mudanza, pidió autorización para llevarse las campanas a Oviedo, en Avilés no gustó nada. Menos que nada. Disgustó muchísimo. El pueblo avilesino se opuso. Cuando digo "pueblo" no me refiero a esa entelequia salida de los discursos de los políticos, ni tampoco a esa masa informe que siempre vemos sublevarse en las películas, horcas y guadañas en ristre.

El pueblo de Avilés era la mayoría de sus habitantes, si no todos. Al menos casi todos los avilesinos, de todas las clases sociales y de todas las tendencias políticas. Incluidos su alcalde y diputados. Le pareció, a ese pueblo, que las campanas eran de Avilés y haría lo necesario para impedir la consumación de un expolio. El honor de Avilés estaba en juego. Nadie se iba a mover un milímetro de sus posiciones. Todos juntos, gloria.

Entre tanto las monjas sí se movían. Seguían reclamando las campanas. Las autoridades eclesiásticas les dieron la razón. El gobernador, el jefe político de la provincia, también lo hizo. Topar con la Iglesia siempre es duro, pero estrellarse contra la alianza de Iglesia y Estado cuando, además, sólo para esto estaban de acuerdo, era trágico. Aun así los de Avilés siguieron adelante. Les llegaron las advertencias, el lejano brillo de los aceros, pero ellos hicieron como si hubieran oído campanas y no supieran dónde.

El Ayuntamiento tomó cartas en el asunto. El alcalde impidió bajar las campanas. El Gobernador ordenó nuevamente el traslado, pero los de Avilés lo paralizaron ocupando el convento. La tensión aumentaba y el ayuntamiento buscó una solución negociada. Tras colocar "una guardia de vecinos honrados" el alcalde pidió a don Álvaro de Navia Osorio, marqués de Ferrera y diputado nada menos, que fuese comisionado a mediar ante el gobernador de la provincia. Estaban tan seguros de sus argumentos, confiaban tanto en convencer a las autoridades, que vieron claro el fin del desatino. Tan firme era la posición que el propio marqués ofreció pagar el valor de las campanas, es decir, el pueblo compraría lo que el pueblo ya había pagado.

Todo en vano. Nada bueno podía suceder y lo malo sucedería muy pronto...En el próximo capítulo.

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