Opinión

Elegir entre lo malo y lo peor

La democracia se ha vuelto irreconocible tras los últimos comicios en Francia

Estuve echando cuentas y, al final, llegué a la conclusión de que no recuerdo cuándo fue la última vez que me pidieron que votara a favor. Debió ser hace décadas porque, últimamente, apelan a mi responsabilidad y piden que vote en contra para evitar lo peor. Es como una moda que se ha generalizado y afecta a todas las democracias. Solo hay que fijarse en lo que acaba de suceder en Francia, donde, en la segunda vuelta de las elecciones, pidieron que se votara a los partidos de izquierdas, aunque no se compartiera su ideología ni fuera la opción preferida. El objetivo era impedir que gobernara la ultraderecha.

La democracia se ha vuelto irreconocible. Todavía sigue vigente que el pueblo es soberano y puede votar a quien quiera, pero la realidad demuestra que esa soberanía está condicionada y depende de lo que aconsejen las circunstancias. En cualquier caso, se acabaron las ilusiones. Nuestro tiempo está hecho de males y malestares que nos llevan a votar por quienes prometen que nos harán el menor daño posible. Asumimos que ningún partido político nos va a beneficiar, así que nuestras posibilidades de elección se reducen a elegir entre lo malo y lo peor.

La culpa es nuestra. Nos hemos vuelto muy cómodos, nos esforzamos poco y conseguir lo bueno lo hemos dejado por imposible. A lo tonto, como el que no quiere la cosa, nos han ido convenciendo de que el daño es inevitable y nuestra opción se reduce a elegir entre dos males. Al final, acabamos votando lo malo, por miedo a que triunfe lo peor, y nos sentimos orgullosos de ser menos idiotas que otros.

Estamos en una especie de fase posdemocrática que nos coloca ante el dilema de elegir entre dos males. Cosa que, por voluntad propia, nunca haríamos. Pero lo hacemos y no les digo nada la que puede liarse en Estados Unidos cuando, el próximo mes de noviembre, tengan que elegir entre un candidato con síntomas de demencia y otro que está loco perdido. Biden insiste en que solo se retirará si el Señor Todopoderoso baja y le dice: "Joe, sal de la carrera". Y Trump acaba de publicar, en Tik-Tok, unas imágenes suyas bailando para demostrar que, a sus 78 años, está como un cañón.

El panorama es desolador. Tipos como Trump y Milei comparten muchas similitudes y presumen de no ser normales. Normales en el sentido de portarse de forma civilizada y no decir barbaridades. Lo curioso es que, precisamente, esa "anormalidad", las locuras que dicen y prometen, es lo que les da votos y acaba llevándolos al poder.

La democracia, no lo olvidemos, es una ficción en la que se supone que los jueces son siempre independientes, la prensa es libre y no se casa con nadie y los votantes son soberanos. Pueden decidir, si quieren, votar por un demente o un loco. Están en su derecho y no cabe ningún reproche porque esas son las reglas del juego que hemos aceptado.

Elegir el mal menor no resuelve el problema. Es una chapuza que puede servir para tranquilizarnos, pero no cambia las cosas. Decía Mark Twain, con su sentido del humor y su gusto por las paradojas, que si los votos cambiaran algo, no nos dejarían votar. Posiblemente lleve razón. El principal destinatario de nuestro voto no es lo que votamos, es nuestra conciencia.

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