Un baño de masas y lágrimas para el regreso de Rambal: así fue el multitudinario homenaje ante su estatua

El barrio Alto recuerda al popular vecino, ya convertido en "leyenda": "No tuvo justicia real, pero tendrá justicia poética"

Se acercaba el mediodía y subir a Cimadevilla parecía un peregrinaje, con filas de personas entrando a la plaza del Lavaderu desde todas las calles adyacentes en busca de un sitio a la sombra –misión difícil– o de un hueco libre para sentarse en las escalinatas. Allí esperaba, aún tapado, Alberto Alonso Blanco, «Rambal», ahora convertido en bronce, inmortal, en una estatua que replica la pose que tantas veces hizo en vida, cuando el lavaderu aún era un lavaderu, en la misma plaza: agachándose hacia un caldero con ropa. La gran fiesta de homenaje, con cientos de asistentes, tuvo como maestro de ceremonias al cantante Rodrigo Cuevas y, como protagonistas, a los «míticos» del barrio alto. Estaba la dicharachera Ida «La Tarabica», el donjuán Jacinto «El Mono», Paquín «El Zagalu», un emocionado Óscar «Peñes Pardes», el siempre amable Marino y las hermanas Lulú y Tere Vela. Y estaba, también emocionada pero agradecida, Rosi Alonso, hermana de quien para Cimadevilla es ya «una leyenda». «Fue muy buena persona, muy respetuoso con todo el mundo, y muy valiente, porque en aquellos tiempos era difícil ser como él era», señaló Alonso, que defendió que Rambal nunca se avergonzó de su homosexualidad: «En casa no había armarios».

El homenaje hizo que Cimadevilla pareciese haber vuelto atrás en el tiempo varias décadas. Toda la gente estaba en la calle, charlando en la plaza, cantando canciones de entonces. Señalaban locales recordando los viejos negocios: casi todo lo que ahora son bares fueron, en su día, tiendas. Vecinos que se criaron en el barrio alto, pero llevan tiempo viviendo fuera regresaron con una sobredosis de nostalgia y señalaban las casas en las que nacieron. Ana «La Larola» se paseaba bailando entre las charangas y «La Tarabica», vestida de punta en blanco, presumía ante quien quisiera escucharla que a ella, Rambal, la llamaba «bombón de licor». No cabía un alfiler en la plaza, y los voluntarios de Protección Civil vivieron en sus propias carnes la esencia peleona que aún persiste en el barrio: se desesperaron intentado, en vano, que las vecinas más confiadas cumpliesen con sus indicaciones y no invadiesen el escenario.

Cimadevilla vibra con el homenaje a Rambal

Ángel González

El único con verdadera autoridad era Cuevas, que ya conocía a los vecinos –cuenta con el beneplácito de «La Tarabica», nada menos, que lo miraba embelesada–, así que la tertulia que moderó tras descubrirse la estatua se desarrolló con el público atento y, salvo cuando tocaba ponerse a cantar, en silencio. Quienes conocieron a Rambal tenían muchas anécdotas que contar. Y vaya si contaron. Jacinto «El Mono» recordó, aunque ahora se arrepiente, que su cuadrilla de amigos se metía bastante con el homenajeado, a quien llamaban «caracaballo», aunque aclaró que luego él se defendía y redoblaba los insultos, imposibles de transcribir en estas líneas. Tere contó que Rambal también defendía a las cigarreras que muchas mañanas, de camino a la fábrica, eran acosadas por varones de su edad. Lulú contó que había enseñado a un loro de un chigre a vociferar insultos. 

Todos coincidieron en que en Cimadevilla, y seguramente en todo Gijón, reinó siempre un absoluto respeto hacia Rambal, que conocía por nombre a todos sus vecinos y visitaba a quienes caían enfermos en sus casas para echar una mano. A quien no le gustasen sus cabarets y sus conciertos, ya sabía que lo tenía tan fácil como no subir al barrio esa noche. A otra cosa. Él tampoco necesitaba más público: sus fiestas siempre llenaban aforos. «El barrio entero lo quería y la prueba es esta», sentenció «La Tarabica», señalando al público.

La estatua la descubrió la propia Alonso acompañada por vecinos del barrio y por las autoridades, con la alcaldesa Ana González a la cabeza. La Regidora, de hecho, arropó en varias ocasiones durante el acto –que entre música, tertulias y un concurso de disfraces duró toda la mañana– a una Alonso que, aunque dijo no estar sorprendida por la cantidad de asistentes, se tragaba cada poco las lágrimas.

La actuación de Rodrigo Cuevas en el homenaje a Rambal en Cimadevilla

Ángel González

A Rambal lo asesinaron hace ahora 47 años, el 19 de abril de 1976, en su casa. Su caso jamás se resolvió, aunque más de un vecino insistía ayer en la sospecha que siempre ha rondado el barrio: que el responsable era un «pez gordo» preocupado por su «reputación». El propio Rambal decía siempre, un poco en broma un poco en serio, que si él hablase un día... «Por las fotos sabemos que en el entierro, lleno de flores, la gente pedía justicia. Y, ya que no tuvo justicia real, le debíamos darle justicia poética», defendió Cuevas, que presentó el acto con peluca, falda y guitarra en mano. Con él cantó el barrio alto aquella canción que, se dice, se inventó Rambal: «Huye que viene el turco». 

Y al final, en gran parte por insistencia de «La Tarabica» –que le pilló ayer el gusto al micrófono– Cuevas cantó también su canción «Rambalín», ya casi un himno para Cimadevilla, que cantó con él de memoria aquello de: «Yera maricón de nacimiento, una cosa mítica en Xixón. Fíu de Concha La Guapa, yera un ídolu, una juerga, yera la madre que lo parió». Y también aquello de: «Cimavilla cómo te llora, Rambal, tiente envidia la Virxe de la Soledá». Ante la estatua de Alberto Alonso, ayer, las vecinas se ponían de puntillas para darle un beso en la frente y cogerle con ternura del brazo. Como siempre. Como si no hubiese pasado el tiempo.

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