Memorias

Violeta Gómez Robledo, "la Monrolla", cigarrera de Cimadevilla: "Nunca hubo gente que se portara tan bien con el barrio como las fulanas, fue la mejor época"

"Rambal era entrañable, otros no lo trataban porque si ‘era lo que era’; él nació así y era de las mejores personas que conocí"

Violeta Gómez Robledo, en Cimadevilla, junto a la estatua de Rambal.

Violeta Gómez Robledo, en Cimadevilla, junto a la estatua de Rambal. / Juan Plaza

Violeta Gómez Robledo, "La Monrolla" (Gijón, 25-11-1940), lleva toda su vida en el barrio de Cimadevilla, donde trabajó como cigarrera en la Fábrica de Tabacos de Gijón.

El mote. "En Cimadevilla casi todos tenemos un mote. La Monrolla ya era el de mi madre, de mi abuela, de mi bisabuela... Yo nací en La Gota de Leche. Soy la pequeña de cinco hermanos y siempre viví en Cimadevilla. Uno de mis hermanos, Isidrín, al probe llevolo Dios muy pronto, porque diole meningitis y no había casi penicilina de aquella. Pasé mis primeros años en la calle Las Cruces, en una casa en la cinco familias compartíamos un baño. Mi padre, Ildefonso, tenía una lancha que se llamaba ‘La Nuestra’ y un bote que se llamaba ‘Isidro’ con los que se dedicaba a la pesca y mi madre, Octavia, vendía sardinas por la calle. Las lanchas de aquella estaban en el Muelle. Iban a pescar y cuando volvían por la noche, los fíos íbamos a buscarlos para despescar, que es sacar las sardinas que se quedaban enganchadas a la red. Como lo hacíamos rápido, a veces hacíamos agujeros en la red. Las redes iban a secar al Cerro de Santa Catalina y mi padre me enseñó a coserlas, cuando eran agujerinos pequeños por no pagar a las rederas del Muelle".

Segunda casa. "La familia nos mudamos a una de las casas que dieron a los marineros. Allí no faltaba marisco ni pescado, porque lo pescaba mi padre y ahora para comer un centollo... la jodimos. La mía fue una niñez en la que sin pasar fame, sí pasé muchas necesidades. En San Pedro daban un queso y una manteca y una vez al mes venía una visitadora del Pósito a ver si estaba limpia la casa que nos habían dado a los marineros, que pagábamos 45 céntimos de alquiler. Ahora ya ye nuestra, porque la compramos. Los que vivían en frente en unas chabolinas, por el invierno, tirábamos colchones en el salón y venían a vivir a mi casa y también a las de otros vecinos. Mis padres no tenían nada, pero enseguida acogían a la gente, y yo también soy así. Si lo que cocinaba alguna vecina me gustaba más que lo que ponía mi madre, iba para su casa y otros también venían a la nuestra. El barrio era así. Mi padre estuvo preso por apañar carbón que había caido al agua en El Musel y fue con el mi madre porque dijo ‘donde va el mi hombre, voy yo’. Lo cogía para calentar la casa; teníamos cocina de carbón, pero no había perras para ello. Cuando estaban construyendo la Iglesia de San Pedro, cogíamos arena para venderla por las casas para fregar, que eran todo de madera".

Sin llave. "Cimadevilla era muy distinta. Las calles sin adoquines, todo casinas pequeñas y chabolas sin agua. Había una fuente en frente del Club de Regatas, en la calle Batería, que es donde vivo yo, y otra en la calle Artillería, pero ponías el caldero y una hora para que se llenara, porque no subía el agua. Teníamos que ir a robarla a la plaza del pescado, que ahora es un edificio del Ayuntamiento: metíannos a los rapacinos por la ventana, cogíamos un caldero y a subirlo. En las casas había cordeles para abrir la puerta de entrada, nunca tuvimos llave. Y ahora cierras con cuatro llaves y tienes miedo. El mundo cambia y Cimadevilla cambió muchísimo. La basura la íbamos a tirar arriba del Cerro y detrás del lavadero, aunque estaba prohibido. ¿Pero a dónde ibas a ir?"

Los juegos. "Mi infancia fue muy feliz. Ahora los rapacinos no juegan por el puto móvil. Nosotros salíamos de casa y jugábamos a la cuerda, al cascayo, al piocampo, al pimpirrillín, saltando por la calle con una lata atada. En la zona donde ahora está la pista de skate había una cuestona de barro: nos sentábamos en cartones y bajábamos por ella como si estuviéramos con trineos en la nieve. Yo tuve un primo que era ciego y en un carro que hacía él de tablas bajaba desde casi donde está el Elogio hasta donde está la estatua de Pelayo sin ver. A nadar me enseñó mi padre. Los rapacinos bajábamos a bañarnos por el pedreru, no sé cómo podíamos, por donde está la Fuentica, a una cala preciosa. Nos bañábamos en La Cantábrica y tomábamos el sol en el pedrero. Y en el Muelle, la gente que pasaba nos tiraba un real o una peseta al agua y nos lanzábamos a por ello. Mis amigas me dicen ahora que mucho me gusta la piscina. Claro, yo crieme en el agua. En el Club de Regatas no te dejaban entrar, ni en la Atalaya (el Cerro), donde estaban los soldados".

La escuela. "Fui a muchas escuelas y no aprendí nada: fui al colegio Honesto Batalón, al Pósito en el Muelle para los fíos de los marineros. Mi primera escuela fue Las Pegañas, en la calle Las Cruces, sacando un banco a la calle para que nos dieran clase dos señoras mayores y cuando venía un carro, porque no había coches de aquella, teníamos que meterlo para adentro. Luego fui a Las Dominicas y luego metiéronme en el Santo Ángel, pero de probe: Me dieron el uniforme con la banda rosa, y las que tenían poderío lo llevaban azul, para diferenciarnos".

La comida. "El primer día que comí carne fue yendo a la Casa de Ejercicios Espirituales de El Bibio. Tendría ocho o nueve añinos y pusiéronnos sopa y carne empanada. El café lo hacíamos con cáscara de café. Y la leche, venía un paisano con una burra a vendérnosla, que la ordeñaba allí mismo. Había otro lechero con una vaca. Catábantelas delante de tí. Y el aceite íbamos a por un octavo que tenía que dar para cocinar todo el mes. Ahora, pescado no te faltaba. Había mucho pescado, pero no valía nada. Algunos pescados con pellejo muy duro, el riñón, que ahora vale a 18 euros el kilo, lo usábamos para fregar la chapa de la cocina. También la raya, que ahora está a más de 20 euros. Yo nunca comí tanta angula como cuando mi madre trabajaba, porque cuando la llevaba a los bares, un puñadín de aquí, otro de allí, al bolso del mandil y para los fíos para comer. La angula entonces se pescaba en El Piles. Y detrás del Cerro era una mina de oricios que íbamos a pescarlos entrando por un túnel que hay en el dique de Santa Catalina. Cogíamos oricios, llámpares, mejillones, bígaros enormes. Venía la mar y no teníamos miedo, porque como nuestros padres eran pescadores, enseñáronnos a no tener miedo al agua. Ahora no hay ni una llámpara".

Violeta Gómez, en Cimadevilla, ante la estatua de Rambal.|

Violeta Gómez, en una de sus etapas en la fábrica de tabacos de Cimadevilla. / .

Fulanas. "En Cimadevilla hubo muchas fulanas. Fue la mejor época del barrio. Nunca hubo gente que se portara tan bien con todos los del barrio como esas mujeres. Ellas iban al lavadero de Cimadevilla a lavar la ropa, porque ellas podían. Nosotros íbamos andando al Puentín, en La Guía: en el lavadero no podías, porque el jabón que tenía una persona era de todo el mundo. En Gijón criticaban a Cimadevilla porque había putas, pero los que venían a buscarlas eran los de bajovilla".

Desparpajo. "El desparpajo que tenemos los de Cimadevilla nacimos con ello. Aquí antes cuando entrabas a los bares, ¿sabes cómo era el saludo?: ‘hijoputa’, ‘cago en tu madre’, ‘desgraciao’ y era como si te dijeran guapo. Ahora si entras aquí y uno te llama hijoputa... Pero antes era así, venían los marineros y lo decían no para ofender. Y cantares. Tomaban media de vino y todos iban con unas mamadas para casa, también mi padre, al que llamben Romanón, porque su padre era Guardia Civil. Él vino a Cimadevilla cuando conoció a mi madre. Las más célebres en el barrio eran La Monrolla, La Tarabica y la madre de Rambal, Concha la Guapa. Rambal y la mi hermana, que murió ahora con 96 años, eran los que limpiaban el lavadero. Y luego cuando cerraban el lavadero, la mi hermana, otras mujeres del barrio y Rambal bañábanse allí desnudos y no pasaba nada, porque era lo que era el barrio".

Rambal. "Rambal era muy de barrio. Mucha gente diz que era un confidente, pero yo que lo ví, ¿quién no era confidente si le venían a buscar los guardias y le daban una carena para que dijera quién fue a qué? Él alternaba de noche. Era Rambal, siempre fue lo que siempre fue, una buena persona que ayudó al barrio y el barrio ayudábalo a él. Venía a comer a mi casa o a casa de La Tarabica. Era célebre, muy simpático. Hacíanos circo saliendo a cantar en un tablero que ponía enfrente de la fábrica. Vestíase de mujer y los rapacinos con un banquín sentábanos con él. Era un ser muy entrañable. Otros del barrio no lo trataban porque si ‘era lo que era’. Él nació así y era de las mejores personas que yo conocí. Sus hermanas trabajaron conmigo y yo iba mucho a casa de él a tomar un café que lo hacía su madre. Yo y más. Era una bella persona, pero todos los días iban a darle leña para que confesara, y el chaval, como andaba por la noche, codeóse con gente muy rica, porque era como era. Y cuando pasó lo que pasó, cuando lo quemaron, entrábamos a trabajar y alguna dijo ‘está saliendo humo de la casa de Rambal’. Y estaba ya el probe... Dicen que no se sabe todavía quién lo mató. No interesó al que mandaba que se investigara la muerte de Rambal".

El amor. "Casi con 14 años, no los tenía todavía, conocí al que luego fue mi marido, César González García, que era de Luanco, en una jardinera del tranvía en El Muelle, en la que esparábamos para ir al Jardín, que si lo perdías quitabas los zapatos para ir corriendo, andando, porque a las nueve y media había que estar de vuelta en casa, porque si llegabas tarde, las mujeres del barrio poníanse allí a esperarnos y a zumbarnos por venir tarde. Él iba con una moza y yo con las mis amigas. Estaba yo de alivio por la muerte de mi padre. Llevaba un jersey de rayas. Luego él me dijo que se había enamorado de las mis tetas. Aquel día fuimos al Jardín, que es lo que había antes. Eran bailes en los que estabas sentada y sacábante a bailar. De aquella yo trabajaba en Alcázar. Después lo veía pasar cuando llevaba pedidos. Así lo conocí yo y ya nunca nos separamos".

Una perrona. "Empecé a trabajar en una huevería con 14 años, luego en las sastrerías Luis, en la calle Linares Rivas, como motila, y en Alcázar ya picando cuellos y pegando mangas. Cuando mi hermana me dijo que entrara en la fábrica de tabaco yo no quería. Cuando entré aún no había cumplido los 19 años. Éramos mil y pico mujeres, la mayoría aldeanas. De Cimadevilla éramos cuatro, porque del barrio no querían porque al principio no se ganaba: yo no entré ganando una perrona. Salíamos media hora a merendar, muchas aldeanas traían unos bocadillos enormes y yo iba a casa a pasear la bata y cuando me preguntaban las compañeras decía que ya había merendado, pero no era así".

A mano. "Estábamos dos años de aprendiz, luego cobrabas según produjeras. Cuando entré sólo había una máquina de hacer picadura. Siempre dicen que lo famoso en la fábrica de Cimadevilla fue el Farias, pero aquí hicimos muchos cigarros; Condestable, Farias, Bohemios, Señoritas. Entonces era manual el trabajo y hacíamos los tirulos, donde metías la picadura y la prensabas a mano, y luego ponías la capa y la perilla, que era lo que más nos miraban en la fábrica. Y no lo entiendo, porque los hombres para fumar muerden la perilla y la tiran. Enrollábame en sacos por el frío y volvía para casa con picadura de pulgas. Eso cuando entré. Cuando me jubilé, la fábrica era un hotel de 24 estrellas. Todos los años cerraban un mes y cuando volvías, había cambiado. La fábrica era preciosa, ahora jodiéronlo todo".

Rapé para la madre. "Al acabar la jornada te registraban de pies a cabeza dos maestras para controlar que nadie sacara tabaco. Pero dentro de la fábrica no te quitaban de fumar. Cuando traían una máquina nueva, para probarla, mandaban una operaria y a veces fui yo. Probábalos y decía, ‘bueno, está bien’ y no entendía un pijo, porque nunca fumé en mi vida. Conforme una de mis fías fuma como un carretero y el mi hombre también fumaba, yo nunca. No sé si porque mi madre esnifaba rapé. Un día mi madre estaba vendiendo sardinas a la puerta de la fábrica. Y yo salí. Estaba el jefe detrás y le cayó simpática y me preguntó ‘¿su madre, de donde saca ese polvillo de tabaco?’ Le expliqué: comprando Ideales, los asaba, luego me mandaba molerlos y colarlos. Y me dijo el jefe ‘desde ahora usted tiene permiso para sacarle a su madre el polvo de tabaco que usted quiera’ y desde entonces dábanme sacas de polvo de habanos y ella tirábalo por la ventana, porque era tanto".

Trastadas. "No te dejaban hacer fotos y hacíamoslas igual. También entrábamos con naranjas escondidas y cuando las estábamos comiendo y venía un jefe, decíamos ‘agua’ y metíamosla donde el tabaco; salía marrón como una mesa. En la fábrica no estaba permitido comer, pero hacíamos hasta caldo. Hacíamos muchas trastadas y lo que nos daba la gana. Un día una chavala, nuera de los que tenían El Mercante, trajo a la puerta una pota eléctrica que le habían regalado. De aquella no la teníamos nadie y llevola para presumir. Y dije yo, ‘¡uy, que guaga!, espera que mando a mi madre que traiga mejillones’. Metimos la pota pa dentro, los mejillones entre la bata, voy pa un taller y hágalos. Y cuando los tengo en la fuente, todos al ajillo, según salgo del taller, llega el ingeniero, que era un cabrón. Le digo ‘pruébelos, que están muy ricos’. Comió cuatro y fue a acusarme al jefe de taller. Bajó el jefe y le dije ‘¿mejillones yo?, ¿cómo voy a hacer yo mejillones en la fábrica, usted está chiflao’. Ellos también hacían la vista gorda y no me castigaron".

Cantando. "Tuve un accidente en un dedo, que me lo cogió una máquina. A una compañera le achapló tres dedos una prensa. Imprudencias, porque estas hablando, cantando... No te dejaban cantar, pero cantábamos muchísimo. Estaba yo con el ‘bésame...’ y viene un jefe y me dice, ‘Violeta, cante usted un chachachá’. Para que corriera más al trabayar. Dije, ‘pero si la que lo voy a cobrar soy yo, ya me espabilaré cuando pueda’. Te marcaban una entrega que tenías que hacer y si no llegabas al cien, cobrabas menos. Después el sueldo pasó a ser para todos igual, a no ser por el nivel. Cobrábamos dentro de fábrica y hacíamos abanicos con les perres y bailábamos, cuando empezamos a cobrar más, porque a lo primero..."

Mecánica. "Nos aprendieron a ser mecánicas, porque al hombre que le tocaba arreglar una máquina que se averiaba, si estaba viendo el partido no venía. Cobraban más que nosotras_y mientras arreglaban la máquina, a ti mandábante para otro taller: la muyer no paraba, ellos sí y cuando trabayaban, si tardaban una hora como si tardaban dos".

La boda. "El mi hombre tenía una tienda, La Estrella, en el barrio del Carmen. Caseme a las nueve de la mañana y todas las cigarreras allí fueron de bata, a la hora de desayunar, a la iglesia de San Pedro. Y de viaje de novios fuimos en moto a La Toja. Tuvimos dos neñas, María Eugenia y Natalia. De aquella no había guarderías. Cuando nació la primera llevábamosla en moto a las cuatro de la mañana a La Calzada, a que me la cuidara una niñera y luego si llegabas y la encontrabas mal, tenías que callar, porque si te dejaba de cuidarla..."

Trabajo en casa. "Aprendiome una cigarrera, que me dijo ‘el tu hombre, cuando vaya a tomar una botella de sidra, si tienes todo por hacer, metes los platos debajo del bañal y le dices, voy contigo, vida’. A mi nunca más me dejó sola. Pero por la noche él iba para la cama y yo tenía que trabajar en casa. A los hombres antes enseñábamoslos mal, ahora ayudan, antes no".

Jubilación. "Cuando empecé, al ir a trabajar las mujeres del barrio que estaban cosiendo o haciendo punto en el lavadero reíanse y nos decían ‘jodeivos, que vais a trabayar’. Pero ahora, muchas dicen, ‘¡qué jubilación quedote!’. También lo trabayé. Salí de la fábrica siendo envasadora, que era lo que más me gustaba, después de cuarenta y pico años y haber pasado por todos los puestos. Yo si volviera a nacer ahora, yo soy cigarrera, fío, porque ye lo que más me gustó; trabayé como una cabrona, pero fui muy feliz".

El cambio del barrio. "Cuando cerrarron la fábrica, fue un golpe, porque estábamos seguras de que iba a quedar aquí. Nuestros Farias eran los mejores, porque el edificio no deja de ser un convento, con unas naves y una humedad para el tabaco que no la tiene ninguna fábrica. Trabajábamos mejor aquí pero por política la llevaron a Cantabria. Cimadevilla perdió mucho. Nosotras salíamos y ¿dónde íbamos a ir a comprar? En Cimadevilla hubo churrerías, tiendas, bares, mercerías, de todo. Había tres practicantes. Ahora quedamos cuatro de los que somos de aquí, aunque gente que se crió en Cimadevilla y vive en otro barrio viene todos los domingos a alternar. Muchos de los vecinos nuevos no entienden cómo es el barrio ni como somos los del barrio y ahora es lo más caro que hay, una renta aquí son 700 euros por un chamizo. Hay amigas que me dicen que ahora está más guapo el barrio, pero a mí gustábame más antes. No ye Cimadevilla. Ahora todo son sidrerías".

El Museo. "Si en Tabacalara van a hacer un museo, ¿dónde están las máquinas? También pedimos un hueco para un dispensario para la gente del barrio, como antes, que cuando una persona poníase mala el primer auxilio teníalo en la fábrica. Si no que el Ayuntamiento lo ponga en una de las casas que están tapiadas, que son muchas".

El Parchís. "Yo soy muy activa. Voy tres días a la semana a la piscina de Moreda, los demás bajo a desayunar a la calle Corrida con las mis compañeras de la fábrica y las mis amigas del barrio y luego voy a la compra. Siempre me voy a sentar a la plaza del Parchís, porque ahí sentábame yo con el mi marido, y ye como la que va a Ceares (al cementerio), yo voy a sentarme allí y a mí ya se me quita ese peso. Luego vengo a Cimadevilla a tomar un agua o algo. Yo en casa paro poco. Una de mis hijas vive en Verdicio, hízose aldeana como el padre. La pequeña, que tiene 52 años, vive en La Calzada. Siempre tuve la ilusión de que trabajaran en la fábrica las mis fías, pero nunca pude".

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