Opinión

Un Erasmus en Oslo, o en Pontevedra

Sobre las polémicas en el paseo del Muro

Para entrar en coche en Oslo ya pagabas peaje hace un cuarto de siglo largo, con cabinas de cobradores y barreras de levantar, como en el Huerna. Te perdías buscando el hotel o una cabaña nórdica en el camping Bogstad, te salías del centro por error y para volver a entrar te cobraban otra vez. Uno de esos gobiernos progresistas sin presumir que mantienen a Escandinavia 50 años por delante en el tiempo en casi todo, apostó en 2015 por hacer de la opulenta capital noruega la primera en Europa con su casco urbano libre de coches. Y no fue fácil. Hubo de hecho ampliación de plazos en el calendario para apaciguar a los colectivos más disconformes, con la oposición política abonando esa inquietud endémica que anida en el gremio de comerciantes.

El tono de la protesta cayó cuando el Ayuntamiento optó por el regate en corto y una vía menos drástica, la desalentadora: suprimió los cordones de aparcamiento en las calles, pioneros también en lo de la ORA, y los cambió por carriles bici. El tráfico en Oslo ya roza el cero en los balances anuales de atropellos mortales y accidentes graves. La ciudad se mantiene en cabeza en todos los indicadores de calidad de vida, desarrollo económico e integración social, pese al frío y los precios. Apenas una minoría (digamos ultramontana) discute aún que el futuro inmediato en los grandes núcleos de población dará prioridad a las personas en detrimento de sus trastos rodantes.

Hará 30 años, cuando los ensayos de peaje de entrada a las capitales nórdicas nos chocaban más que un concierto de timbales, en Gijón no se habían disipado los negros augurios por el porvenir de una calle Corrida sin coches (primer experimento peatonal), pues quién iba a comprar en sus tiendas o alternar en sus cafés sin poder llegarse hasta la puerta aparcando justo delante, como cuando Antonio Miguel Albajara se apeaba de aquel taxi negro con la raya verde y se quedaba mirando embobado a la cartelera del Robledo. Avanzando en el nuevo siglo del tercer milenio, docenas de ciudades en Europa siguen la estela del norte apostando por lo que algún tecnócrata friki dio en llamar "movilidad sostenible", cuando más preciso le habría quedado explicarnos que, por saturación actual y supervivencia futura, el concepto de urbanismo enfocado a las necesidades del parque automovilístico se acabó, señoras y señores. Por mucho que la influyente Asociación Nacional del Coche se empeñe en lo contrario.

La división motorizada de Alvargonzález Contratas, con infantería de apoyo devolviendo a marchas forzadas el Muro de San Lorenzo a la casilla de salida, retrata estos días una derrota general, sin vencedores y con vencidos. Puede que haga falta un Erasmus en Oslo (o ya aquí en Pontevedra, sin ir más lejos) para que la municipalidad en pleno a derecha e izquierda, los estrategas que desde el funcionariado local pergeñan y en general la ciudadanía –los lobbys interesados y los altruistas, los colectivos vecinales, los gremios y asociaciones– se informen de lo que viene sobre el terreno. Que se empapen de conocimiento allí donde anticipan estrategias para mejorar la vida de la gente sin esperar a que pase el coche escoba. Porque el Muro sin coches lo vamos a ver más pronto que tarde, como cualquier paseo marítimo en media Europa. Suponiendo que el deshielo polar no se lleve antes los coches y los paseos en la misma mareona.

Llueve sobre mojado en Gijón con su urbanismo a lo Penélope, todo el rato tejiendo y destejiendo, como el quiosco de la música de Begoña. Es el gusto por el remiendo a golpe de ocurrencia, entre la plausible y la abominable; con las costuras legales a medio hilvanar y una exposición permanente al pleito: la depuradora, la regasificadora, el cascayu de la pandemia, un plan especial en el Piles, el General de Ordenación al completo... y todo quieto parao. O esa manía de no empezar las cosas por el principio y poner el carro delante de los bueyes, pues antes de quitar coches del Muro podíamos haberla emprendido con los que dejan tirados a diario en cada esquina de cada calle de cada barrio. Sin recurso que prosperara contra la grúa retirándolos a destajo, al amparo del Código de Circulación en vigor.

Tenemos en el cantón milenario una rara evolución en materia de contestación ciudadana. No se había inventado aún la sostenibilidad medioambiental cuando el vecindario de Cimavilla se movilizaba hace 30 años por la integridad del arbolado del Campo Valdés, con frondosos ejemplares bajo amenaza de motosierra en favor de una losa para exhibir las termas romanas. Hoy no se mueve un alma en defensa de un árbol. Al contrario, puede que pregunte por el Juzgado de guardia para recurrir presto contra el oprobio de escamotearnos una avenida entera, con sus dos carriles de tráfico hacia El Molinón y otros tantos de aparcamiento, para sacarse de la manga un trozo de parque.

Empieza en Gijón el verano del año 22 del siglo XXI con una imagen elocuente: la fresadorona de la contrata de mantenimiento rascando líneas de pintura en el asfalto de Rufo García Rendueles con armoniosa cadencia de ruido y polvo en suspensión, que son asignaturas a convalidar en un Erasmus verde. Otra que nos queda pendiente es la del despilfarro. Visto con perspectiva se echa de menos alguna toga diligente, bien procediendo de oficio o a instancia de parte, cada vez que aquí se tira o se cierra una estación de tren, se reemplaza por un apeadero o, todavía en el limbo de un papel, se cambia de sitio por un quítame allá doscientos metros. Lo que toda la vida llamamos echar tiempu y tirar les perres.

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