Crónicas gastronómicas

Últimas cenas en alta mar

Banquetes a bordo en las travesías trasatlánticas de lujo, Mauricio Wiesenthal glosa y novela algunas de ellas en su nuevo libro

Últimas cenas en alta mar

Últimas cenas en alta mar

Luis M. Alonso

Luis M. Alonso

Solo podrían presumir de comer realmente bien en un barco los que vivieron en las mejores épocas del gran lujo trasatlántico. Y algunos de ellos tendrían además que haber sobrevivido para poder volver a contarlo. Tiempos más tarde, ni siquiera compartir mesa con la oficialidad garantizaba una buena sobremesa: tuve la oportunidad de experimentarlo en una travesía nocturna en que gocé de ese privilegio por viajar en primera clase y resultó de lo más aburrido, partiendo del hecho de que el capitán era una persona demasiado taciturna incapaz de soltar palabra. La comida, además, no valía gran cosa. La que sirvieron en aquella ocasión era digna de ser arrojada a los peces.

Cuando hablo de sobrevivir no puedo sustraerme de la idea del Titanic y su tragedia. El barco más grande y lujoso jamás construido hasta ese momento partió de Southampton el 10 de abril de 1912 para realizar su viaje inaugural a Nueva York. Se hundió cinco días después de chocar contra un iceberg por la proa de estribor. Sucedió en menos de tres horas, el 15 de abril bien pasadas las dos de la madrugada. Casi 1.500 personas murieron en las gélidas aguas del Atlántico Norte. Sólo había recorrido 2.687 kilómetros; fue considerado el mayor desastre marítimo en tiempos de paz.

À la Carte, el restaurante del Titanic, era un lugar separado del comedor de primera clase. Un pequeño puñado de los pasajeros más pudientes del barco comía allí, como una aristocracia dentro de la propia aristocracia. Según el "Diccionario Titanic", escrito por François Codet, este bello restaurante impresionaba por su grandeza. Muchos pasajeros lo compararon con el Ritz parisino. El ambiente era opulento y refinado. Los comensales,137 cubiertos en total, podían sentarse a comer allí en cualquier momento entre las 8:00 y las 23:00 horas. Se servía el desayuno, el almuerzo y la cena. Junto al restaurante, la réplica de un café de los grandes bulevares de París ofrecía elaborados snacks para complementar estas tres comidas. El lugar recordaba más a un gran hotel que a un barco. La web del Titanic, creada por Alain Dufief, auténtica biblia digital del tristemente famoso trasatlántico de lujo, describe una habitación de estilo Luis XVI, de considerable belleza. Las paredes están adornadas con paneles de nogal remachadas por dorados, vigas y un techo delicadamente moldeado sostenido por elegantes columnas, mientras que el suelo está cubierto con una gruesa alfombra rosa de Axminster. Los grandes ventanales, enmarcados por cortinas de seda, harían olvidar a cualquiera que se encuentra en alta mar. En el buffet decorado con mármol rosáceo, destacan los platos ornamentados, la fina cristalería tallada y la abundancia de cubiertos.

Pierre Rousseau, un cocinero francés que había emigrado a Inglaterra, era el jefe de cocina del Titanic. Comandaba un equipo formado por italianos y franceses y se hundió con el barco junto con el resto de la brigada. El restaurante À la Corte lo gestionaba Luigi Gatti, propietario con un hermano de restaurantes en Londres y que había obtenido la concesión. Paul Maugé, su secretario, fue uno de los que se salvó al poder saltar a un bote que habían arriado desde los pescantes.

Se ha hablado largo y tendido del menú que se sirvió aquella última noche en el Titanic. Me refiero al menú principal, ya que al menos hubo otros dos en los comedores de segunda y tercera clase. Las reseñas se refieren al del gran salón, en tanto que un misterio subyace sobre la fiesta privada que se celebró en el restaurante À la Carte. Canapés variados y ostras gratinadas en los entremeses. Consomé Olga, con oporto y vieiras, y crema de cebada, en los segundos platos; salmón hervido en caldo corto con salsa muselina y pepinos, en el tercer servicio; solomillos Lili sobre rodajas de patatas, foie de oca, alcachofa y trufa, y pollo salteado a la lionesa, junto con calabacines rellenos, como cuartos platos; pierna de cordero en salsa de menta, patito asado con puré de manzana y lomo de buey asado con patatas chateau, en el quinto servicio, además de guisantes, zanahorias con crema y patatas hervidas. Luego siguió un sorbete con naranja para limpiar la boca. A continuación, pichón asado con berros, espárragos fríos con vinagreta, paté de foie gras y apio, antes de la tarta Waldorf, los melocotones en gelatina, los eclairs y los helados.

Mauricio Wiesenthal, que ha novelado su vida y la de otros en sus misceláneas culturales, recuerda en su último y esponjoso libro "Las reinas del mar" (Acantilado) la figura del capitán del Aquitania, sir James Charles, que ordenaba en las cenas de gala que la orquesta interpretase "Concierto para violonchelo", de Elgar, mientras los camareros iban sirviendo en las mesas: rodaballo a la Niçoise, cocinado a la parrilla, con aceite de oliva, tomates, judías verdes y patatas nuevas; boeuf à la mode, marinado durante diez horas con sus hierbas antes de ponerlo al fuego, o la mouse de pollo al paprika, entre otros platos. Al acabar se servían los quesos y acto seguido llegaba el espectáculo pirotécnico de los postres, las infusiones y los licores. Estaba inspirado por la grande cuisine reglamentada entonces por Escoffier desde el Hotel Savoy: tono francés con guiños británicos en la crema de cebada, el cordero la menta y el salmón escalfado.

Titanic, de tan corta vida; Aquitania, Mauritania, Olympic, Normandie, Queen Elizabeth, la crème de la crème en las navegaciones de lujo de los grandes banquetes a bordo. Compartiendo cena en este último, Wiesenthal cuenta cómo el dramaturgo Noël Coward respondió a su novelada esposa Sarah cuándo tenía previsto regresar a Europa: "En primavera, madame, cuando vuelvan las golondrinas, y espero que usted me reconozca fácilmente entre ellas".

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