Crónicas gastronómicas

Un historia estimulante

El café, un placer solitario compartido, ha levantado durante siglos el ánimo de la humanidad y excitado las conciencias

Un historia estimulante.

Un historia estimulante.

Luis M. Alonso

Luis M. Alonso

Una de las leyendas más extendidas sobre el origen del café es la del pastor Kaldi, que conducía sus cabras en unas colinas de Abisinia a orillas del Mar Rojo y cerca de un monasterio. Observó que el rebaño comía de un arbusto con frutos rojos y que, después de engullir las bayas, las cabras comenzaban a saltar eufóricas. Uno de los monjes que lo acompañaban, vigiló este comportamiento y probó diversas formas de consumir las bayas, hasta que dio con la receta: tostó y molió las semillas e hizo una extracción con agua. Muchos años más tarde, Johann Sebastian Bach escribió una cantata del café aludiendo en ella a la locura que se vivía por esa bebida. Desde entonces la excitación no ha cesado. La mezcla de cafeína y glucosa levanta el ánimo. Es el café, negro como el diablo, caliente como el infierno, puro como un ángel y dulce como el amor. Incluso amargo; tomarlo sin azúcar puede resultar exótico y chic. Da la impresión, escribe Giuseppe Scaraffia, de haber vivido o viajado por Oriente.

Y después vinieron las máquinas. En Nápoles un bar llamado Nilo, santuario de Maradona, en la pequeña plaza del mismo nombre y al lado de la estatua de mármol que se conoce por el Corpo, acarrea los honores del "espresso". Allí, si el cliente no ha advertido antes de que prefiere el café amargo, siguen el método tradicional para disfrutar del mejor arábiga. El chorro cae lentamente sobre el azúcar que el camarero ha puesto antes en la taza hasta caramelizarla como es debido. Ojo: no hay cucharilla. Utilizarla se considera una agresión. El café sólo se remueve agitando la taza. Y tampoco conviene removerlo demasiado. En el Nilo, donde he tomado buen "ristretto", al que pedía una cucharilla lo catalogaban inmediatamente como un bárbaro.

Un buen café expreso, además del mejor grano molido, requiere de una máquina a punto y mucha clientela dispuesta a consumirlo. Así y todo, no hay garantías suficientes de que vayamos a tomar un café como es debido. En Italia, se suele decir que empeora según avanza uno hacia el norte y que en Roma apenas ya se puede beber. El eje de la exigencia cafetera lo conforman Palermo y Nápoles, siendo esta última la capital mundial del expreso. Y llevándolo muy a orgullo, pese a que fue un ingeniero milanés el que inventó la máquina que transformó la infusión en el característico espresso. Si antes fue un eje, ahora procede un binomio, Milán y Nápoles: el símbolo de la eficiencia al servicio de la pausa representa la mejor objeción contra aquellos que ven a Italia ineludiblemente dividida en dos mundos opuestos, en dos formas distintas de concebir la existencia. No en vano la máquina de hacer el expreso fue inventada para superar la lentitud de las típicas cafeteras napolitanas.

La caffettiera napoletana consta de una caldera, un filtro y un dispositivo de filtración donde se deposita el café en polvo, además de la vasija enroscada con una boquilla. En el momento en que el agua de la caldera empieza a hervir, la napolitana se aparta del fuego y se coloca del revés, de manera que el agua, desde arriba, atraviese el café molido y, por acción de la gravedad, se desprenda gota a gota en la jarra. Es lo mismo que la conocida cafetera de moka o italiana, también de filtro, aunque esta última se rige por una presión ascendente del agua.

En 1901 Luigi Bezzera, cansado de ver cómo sus empleados perdían el tiempo en tomar café, ideó la primera cafetera industrial. El látigo empezaba a estar mal visto, así tuvo que estrujarse la mollera para que sus trabajadores produjeran más inventando un artilugio que, a lo largo del tiempo, revolucionaría la vida y los hábitos de muchas personas. Cuatro años más tarde vendió su patente a Desiderio Pavoni, que la comercializó e instaló en los bares. Pero la crema tan característica de los buenos cafés expreso no se consiguió hasta más avanzado el siglo, a finales de los años treinta, cuando Achille Gaggia fabricó la máquina con técnica de émbolo conforme a un método combinado de bomba y presión. Y de ahí saldrían el líquido negro y la crema tostada que, como decía la publicidad de la época, reconforta el espíritu, estimula el alma e invita a soñar y a pensar.

En Roma, han querido acabar con el mito extendido en el Mezzogiorno de que el café empeora según uno encamina sus pasos hacia el norte. El Caffè Sant’Eustachio, en la plaza del mismo nombre, no lejos del Senado, está considerado por los adictos a la cafeína como una especia de Meca a la que hay que ir en peregrinación, al menos, una vez en la vida. Allí sí pude observar, en cambio, cómo los parroquianos utilizan la cucharilla para rebañar el último suspiro de crema en la taza. El Sant’ Eustachio es toda una institución, tiene cientos de entusiastas a lo largo del planeta. El café expreso es ya a estas alturas un estado de ánimo universal, sin distinción geográfica. Es simplemente café aquí y ahora. Que me perdonen los grandes conocedores que prefieren las infusiones, el más noble grano molido con el agua, sin entrar a discutir no acabo de cogerles el punto. Soy un ser algo simple, no he pasado de la moka y de la cafetera exprés, y en casa y por pereza recurro a las cápsulas. Me resigno a la condena de los entendidos.

En Cuba, se rinde culto al café. Guillermo Cabrera Infante hacía lo propio con el humo de los habanos. Leo ahora en "La ninfa inconstante", su novela póstuma: "Junior se adelantó sobre su tacita de café. Lo miré bien. Nunca se me pareció más a Bill Bendix (William Bendix) que ahora. ¡Bendito Bendix! En "La dalia azul" tenía una placa de plata sobre el cráneo y música de monos en la mente. De cara maciza, masiva y toda hueso, era bondadoso, amistoso pero potencialmente peligroso cuando la orquesta de Mantovani, que se encargaba de la música indirecta en su cerebro, tocaba su canción "Monkey Music". Me gustaba en "Taxi, Mister" porque siempre me gustan los taxis en el cine, donde siempre se conversa con el chofer".

Tampoco he sentido una predilección por el café turco, ese grano arábigo molido como la harina, tan concentrado y con tantos posos. Por si el ambiente me hacía cambiar de idea fui al café de Pierre Loti en Estambul, antes de que se convirtiera en el lugar de peregrinación de atolondrados turistas que es ahora. A Loti le atraía Eyüp, donde proliferan los sitios históricos, cementerios y bellezas naturales. Desde allí, en la colina, se disfruta de una hermosa vista panorámica del Cuerno del Oro. Pero el café de los turcos siguió sin gustarme.

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