El cementerio moro de Barcia y la carne de cañón que se alistó por una lata de aceite

Al traspasar el arco de herradura tras el que descansan los marroquíes que Franco usó como tropa de choque, aflora el problema de cómo juzgar su participación en la guerra

La puerta de acceso al cementerio musulmán de  Barcia, en Valdés. | |  LAURA CASIELLES

La puerta de acceso al cementerio musulmán de Barcia, en Valdés. | | LAURA CASIELLES

Laura Casielles

También en Asturias, pero hacia el otro lado, en la zona que toca casi con Galicia —muy cerca de los pueblos de los que viene mi familia materna— hay un lugar que les hace de espejo a las tumbas marítimas de Larache. Es el cementerio moro. En realidad se debería decir el cementerio musulmán de Barcia. Eso, claro, si se hablase de él. Yo en toda mi vida no había escuchado nada al respecto hasta hace poco. Le pregunto a mi madre, que conoce la zona, si le suena:

—De verlo al pasar.

Y es que está junto a la carretera, a la derecha según se va de Luarca a Oviedo. No es un camino fácil. Mi madre recuerda que, de niña, cuando hacía en autobús esa ruta, se mareaba: había, exactamente, treinta y tres curvas seguidas. También recuerda que aquel lugar le llamaba la atención porque tenía una puerta rara, en forma de arco. Por eso, le preguntaba a su padre, mi abuelo, qué era aquello. Él, que tenía quince años cuando empezó la guerra, le explicaba que aquello era el cementerio de los moros. Lo llamaba así, insiste: cementerio de los moros. Le explicaba también que aquellos moros habían venido para ayudar a Franco. Dice mi madre que a ella todo aquello le llamaba la atención, que le daba miedo, pero también curiosidad: ¿por qué tenían aquellos moros un cementerio diferente? En las historias que recuerda, mi abuelo contaba que los camiones que venían de Galicia pasaban dos veces:

—Una hacia Oviedo, con moros vivos, que daban terror. Otra de vuelta, con moros muertos para enterrarlos.

La siguiente vez que paso por Asturias, voy a Barcia con mi padre. Es el día después de Navidad, ha helado y no pasa casi nadie por esa carretera nacional de una zona que, después de haberse ido despoblando paulatinamente en las últimas décadas, empieza a vivir cierta recuperación de la mano de un turismo que busca refugios climáticos.

(...)

Para llegar a la puerta hay que andar un poco desde el borde de la carretera hacia una pequeña zona de bosque. Su contorno está dibujado por una tapia alta que se conserva más o menos bien, aunque en algunas partes se ha desmoronado un poco. Tiene una especie de garita sin ventanas en cada una de las cuatro esquinas. La puerta que mi madre recordaba es efectivamente un arco de herradura que se abre entre ramas y hojas como una entrada a otro mundo. Fuera de ella, las ruinas de algo que sí que se ha desmoronado por completo. Un cartel que hay unos pasos más allá —único signo de que alguien se ha preocupado por darle un mínimo de entidad o contexto a aquel sitio— dice que ese era el lugar donde el alfaquí lavaba y preparaba los cuerpos antes de enterrarlos. También que al lado probablemente había una pequeña mezquita.

Este de Barcia es uno de los pocos cementerios musulmanes de la época de la guerra que hay en el norte de la península. Muertos por enterrar, sin embargo, hubo muchos, muchos. No hay acuerdo en la cifra, pero, según las fuentes, de las llamadas tropas moras pudieron llegar a formar parte hasta cien mil hombres. Por las mismas, no se sabe tampoco con certeza cuántos fallecieron: tal vez una cuarta o quinta parte de ese número.

Cuerpos, muchos cuerpos que en algún sitio tienen que estar. Por no ser cristianos, es de suponer que en los cementerios civiles. Junto a los laicos y los ateos. Es decir, junto a los rojos; es decir, junto aquellos a quienes los trajeron a matar. Eso, en el mejor de los casos. En la mayoría de las ocasiones —cuentan los supervivientes—, los cadáveres se dejaban simplemente tirados en el campo de batalla, hasta que se pudrieran o los comiesen los buitres.

El papel de los soldados marroquíes del Ejército español fue crucial desde el mismo momento del golpe de Estado, cuando los regulares tomaron los cuarteles del protectorado. Atraviesa la guerra con crudeza. Y enquista su recuerdo durante el primer tiempo de la dictadura, cuando los jinetes de capa blanca, turbante y lanza se convirtieron en un elemento más de los escenarios que acompañaban al dictador en el No-Do.

El 18 de julio formaban parte del Ejército de África cuarenta mil hombres, de los que eran marroquíes unos nueve mil (el resto, españoles, se dividían entre unos pocos militares profesionales y unos muchos que cumplían el cupo forzoso). La campaña de reclutamiento fue masiva. Por una paga más o menos generosa, las autoridades locales colaboracionistas contribuyeron a poner a disposición de los franquistas a centenares de hombres que necesitaban una salida de la miseria. Quien se alistaba recibía vestimenta, dos meses de paga anticipada, cuatro kilos de azúcar, una lata de aceite y un pan por cada hijo. Además de un beneficio extra de origen más turbio: los botines de guerra tras los saqueos que fueran haciendo en su avance.

Las cosechas de los años anteriores habían sido muy escasas. El hambre acuciaba.

Y luego estaba la propaganda. Por convicción o por interés, los caídes repetían un relato no por retorcido menos eficaz: la guerra de España se presentaba como una guerra contra los enemigos de Dios. Palabras como cruzada y reconquista daban un salto de tirabuzón para invitar a los musulmanes a ir a matar comunistas al otro lado del Estrecho. Franco aparecía como libertador, como amigo, como hombre de religión. Como algo opuesto —qué trampa— a quienes habían pasado a su vez a sangre y fuego por el Rif. Se extendieron incluso rumores de que se había convertido al islam.

Pero, sobre todo: las cosechas de los años anteriores habían sido muy escasas, el hambre acuciaba.

"Valientes soldados marroquíes, os prometo que cuando acabe la contienda a los mutilados les daré un bastón de oro", prometió en un discurso el propio Franco. Para el 19 de julio ya pudo embarcar un primer contingente de tropas moras en Ceuta: tres navíos que llegaron a Algeciras y a Cádiz y fueron clave para la caída de estas ciudades. También le sirvieron de ayuda a Queipo de Llano en Sevilla.

Para el 28 de agosto se había establecido un puente aéreo entre, precisamente, Sevilla y Tetuán. Los aviones habían llegado de la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini. Trasladaron a mil quinientos soldados en una semana. (...) Para la primavera de 1937, la cifra superaba los treinta y cinco mil.

Desde preadolescentes hasta sexagenarios, no hubo casa que no mandase a alguien. A más de uno, a menudo. Habrá pocas familias actuales del norte de Marruecos —ese norte del que salen las pateras— que no tengan en su genealogía, por tanto, a alguien que estuviera en la guerra de España. O que muriera en ella.

Llegaron sin formación, sin saber siquiera a qué tipo de guerra acudían, engañados por la idea de que sería una misión corta. Recorrieron España avanzando a menudo a pie, durmiendo muchas veces a la intemperie. Carne de cañón de las batallas más difíciles, tenían combates casi a diario. Luego seguían camino, aunque tuvieran los zapatos rotos. Las fotos de la época muestran sus ropas pobres, sus capas ajadas.

A día de hoy, en muchos estudios se sigue insistiendo en el hecho que estos alistamientos fueron voluntarios. Es un matiz que se usa en ocasiones para reivindicar que los soldados marroquíes habrían acudido a la guerra de España por convicción ideológica o por lealtad a Franco. Y, en otras ocasiones, simplemente para eximir —conscientemente o no— a la estructura colonial de cualquier responsabilidad tanto sobre sus daños como sobre sus actos. Pero ¿qué es realmente la voluntariedad? ¿Cómo se determina algo así en un contexto como el colonial, intrínsecamente opresivo? ¿Alistarse por una lata de aceite y tantos panes como hijos es un acto de libertad? ¿Qué aporta a esa pregunta el hecho de que el pan te lo quite y te lo dé la misma gente? ¿Y que esa gente sea la que ha montado la guerra en la que les da igual que mueras? ¿Qué voluntariedad hay si antes te quitaron también los campos? ¿Y si uno pensaba que, de no aceptar, se le llevarían igual? ¿Y si cuando algún jefe local se oponía a mediar era perseguido, castigado, fusilado? Por otra parte, insistir en los efectos de la manipulación, ¿no es también negar la capacidad que tiene la gente de tomar decisiones?

Lo que pasa es que quienes normalmente harían estas preguntas necesarias para mantener complejo lo complejo, en el caso de España y las tropas moras quizá no las quieran hacer. Porque son, somos, los hijos y nietas —ideológicamente hablando— de los enemigos a los que estos soldados masacraron.

Durante los primeros meses de la guerra, estas tropas, junto con la Legión, fueron las fuerzas de choque del avance franquista. Muchos de esos soldados reclutados venían de la zona del Rif, que había sufrido particularmente la violencia de ese mismo Ejército en cuyas filas se alistaban ahora. Y, como había ocurrido en Asturias en 1934, reprodujeron sus formas: una guerra de exterminio. Cuando el Ejército de África entraba en ciudades y pueblos, saqueaba, destruía, violaba, asesinaba —con la complacencia, cuando no complicidad, de los mandos españoles, pero ese componente hay quien prefiere sacarlo de la historia—.

Era como si los fantasmas, las pesadillas recurrentemente fomentadas de un país se hubieran vuelto a levantar. El ancestral prejuicio contra los moros, alimentado desde la reconquista, pasando por Annual y por las cuencas mineras, se reencarnaba en pánico. ¿Con qué ánimo se complejiza, se matiza la imagen del brazo armado del aplastador? ¿Cómo se criba qué parte es verdad y cuál se funde con el relato interesado? ¿Qué derecho a la memoria ampara a quien mata a sangre y fuego? ¿Hay algo que pueda eximir a quien lleva las órdenes hasta sus máximos exponentes de violencia?

(...) Cuando terminó la guerra, no hubo bastones de oro para nadie. Un puñado de soldados elegidos se quedaron en España como parte de la Guardia Mora, un cuerpo especial de escoltas personales de Franco que cumplía sobre todo la función de recordatorio del terror sobre el que se asentaba su poder. Pero a la mayoría le tocó volver —en muchos casos mutilados o enfermos— a las mismas montañas, a la misma hambre.

La legislación española contempla el pago de pensiones a los viejos soldados marroquíes, y a las viudas de los que murieron por heridas en servicio. La ley que encuadra este hecho data de 1965 y lo justifica diciendo que "España no puede olvidar su destacada actuación en las campañas de África y la guerra de Liberación y los meritorios servicios prestados al Ejército". Los abonos se siguen ejecutando en la Pagaduría de Tetuán, dependiente del Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación.

Esas pensiones, sin embargo, no son de la misma cuantía que las de sus homólogos españoles: la letra pequeña de sus contratos decía que la cantidad sería fija, así que algunos de ellos cobran cuatro, cinco, seis euros al mes. Algunos llegan hasta unos doscientos, en los mejores casos. Los papeles del Ministerio de Hacienda que lo atestiguan recogen las medallas que tienen concedidas y que no han sido revocadas por legislaciones posteriores. Una que se repite mucho es la Medalla del Sufrimiento por la Patria.

¿La patria de quién?

Nadie habla de estrés postraumático, de locura, de pesadillas en cada noche de todo este tiempo, como se hace con los veteranos de otras guerras.

En 2018, el partido valenciano Compromís denunció que, desde el comienzo de la democracia, España ha destinado más de 150 millones de euros a esos pagos. Acusaba al Gobierno de Pedro Sánchez de ser connivente con el franquismo por mantenerlos y pedía que se retiraran.

Los poquísimos soldados de entonces que queden vivos, si es que los hay, no podían tener más de doce o trece años en 1936. En 2007, amparándose en la primera ley española de Memoria Histórica, el Centro para la Memoria Común y el Porvenir de Marruecos, por su parte, pidió a España información sobre el paradero de los miles de soldados desaparecidos durante la guerra, indemnizaciones para las familias de las víctimas, y que sus hijos tuviesen preferencia para entrar en los cupos de migrantes nacionalizados que fija cada año el Gobierno español.

Ninguna de las dos reivindicaciones llegó a ninguna parte. ¿Es capaz la derecha española de reconocer que parte de su victoria se la tiene que agradecer a esos vecinos musulmanes que hoy desprecia? ¿Es capaz la izquierda española de denunciar la brecha en un derecho que es a su vez dudoso? ¿Hay alguna manera de lidiar con esta maraña de contradicciones fuera del blanco o negro?

Cada vez que se toca el tema de las tropas moras, las casillas de la memoria revientan por las costuras. Para todo el mundo. ¿Qué clase de propuesta se puede hacer cuando no aparecen respuestas, sino solo, siempre, más preguntas?

Cuando se atraviesa el arco de herradura y se entra en el cementerio musulmán de Barcia, lo que se ve es una enorme explanada en la que no hay nada más que hierba, hojarasca, helechos, maleza, piñas caídas y árboles que en estos casi cien años han crecido considerablemente. Sus hojas dejan pasar una luz cálida. Casi en el medio, uno postrado quién sabe por qué tormenta parece rezar

(...) Me acuerdo de N. La conocí hace unos años en Estrasburgo, era de origen rifeño. Cuando le dije que yo era asturiana, respondió, con naturalidad:

—Ah, a mi abuelo lo mandaron a morir a Oviedo.

(...) Atlántico a través, desde aquí hasta Larache se tiende un hilo triste. Muertos de cada lado al otro lado. Gente que quizá se preguntó, antes de respirar por última vez, qué demonios hacía allí.

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