Rodrigo Cuevas y el Enol de su mirada

Francisco García

Francisco García

Si alguien en este país aún no sabía de Rodrigo Cuevas, agitador cultural que ha puesto retazos del folklore asturiano en el mapa, al otro lado del charco y de la Cordillera, desde el domingo en “prime time” ya no hay excusa para no admirar en cualquier parte el talento innato y el compromiso y apego a las raíces de este joven con ojos de niño que además se ha convertido, sin pretenderlo, en emblema y resorte de la Asturias que se resiste al estigma de quedar vacía.

El discurso de Rodrigo resulta provocador pero también admirable porque rehúye las estridencias con las que hábilmente juega cuando se asoma al escenario como una diva, cubierto de pluma. El artista global aún esconde en algún remolino del Enol de su mirada, lago inmenso, el dolor del niño acosado por su amaneramiento; pero la victoria a veces encuentra acomodo en la resistencia y así, los mismos que en la escuela le dieron la espalda ahora le idolatran y acuden a jalear sus conciertos. Enorme triunfo del chaval apocado que no ha cambiado de sitio, pero ha conseguido trastocar en alabanza el insulto y llevarlo, exento ya de veneno, al territorio del respeto y la transigencia.

Cuando dentro de unos días se descorra el telón de La Benéfica, ese teatro al pairo rescatado de la galerna montañosa del olvido, habría que levantar en Infiesto un monumento a la osadía valiente hermanada con la tolerancia, a la comunión de las cantigas de nuestras abuelas con el sintetizador, a la síntesis de la Inteligencia Artificial con la vaca roxa. De la reunión de esos materiales sólo podría salir una efigie: el busto de Rodrigo Cuevas.

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