Opinión | Arenas movedizas

El síndrome de Nacho Vidal

El riesgo de que el placer se convierta en un hábito es que acabemos por despreciar su valor

Perro abandonado.

Perro abandonado. / SHUTTERSTOCK

Un conocido encontró hace años una perra abandonada en un vertedero. El animal no era mayor, aunque tampoco un cachorro. Estaba sucia, aterrorizada, desnutrida y comida por pulgas y garrapatas, que en masa hallaron en su cuerpo huesudo un hogar ideal para alimentarse sin tener que cambiar de hospedaje. La llevó a casa, la desparasitó y acabó adoptándola. Su nuevo dueño, tan buena persona como dotado de un extraño humor y del sentimiento trágico de la vida, le puso de nombre Patiràs (‘sufrirás’, en valenciano y catalán). Fiel a esa ironía, el día que fue rescatada también fue el último que el animal sufrió. Nunca saciada de los cumplidos y cariños de mi amigo y siempre agradecida, la perra tuvo una larga y feliz vida hasta el fin de sus días.

Justo al contrario de lo que suele ocurrir con los humanos, aquella perra jamás entendió como hábito los placeres y alegrías con que la colmó su dueño. Cualquiera que conviva con una mascota sabe que no hay mayor premio, con sus correspondientes muestras de alborozo, que regalarle a un perro una chuchería o prepararlo para el paseo, por habituales que sean los premios y los paseos en la vida de ese animal. Cada vez que eso ocurre es un jolgorio, una jarana de cuatro patas, una algarabía que se reproduce incondicionalmente tantas veces como al cabo del día el animal entienda esos gestos como la máxima expresión de comunión con su amigo. Los perros son seres tan listos que no se les pasa por la cabeza convertir la alegría en rutina ni la victoria en costumbre. Saben que mostrar apatía ante el cariño del dueño quizá derive en la indiferencia de éste, y ese escenario de abulia también lo barruntan. Evalúan la posible amenaza que encierra el vacío: ‘patiràs’.

El riesgo de que el placer se convierta en hábito es que acabemos por despreciar su valor para al final añorarlo. Quizá ya sea tarde. Lo mismo vale para el sexo, para la buena comida o cuando tu equipo suma una victoria tras otra. Uno se sacia del deleite de la gloria como quien se empacha al atiborrarse de tarta de queso, de filloas, de flan casero, de pudin. Semanas atrás un compañero acudió a felicitarme por el triunfo liguero de mi equipo de fútbol. Ante un gesto sobrado —por lo esperado del triunfo, por lo habitual del mismo, por la costumbre, por ‘otro día más en la oficina’— me objetó que ya no sabíamos disfrutar de esa suerte de felicidad que —por efímera que sea— aficionados de otros clubes tardan años en celebrar. Y tenía razón. ‘Síndrome de Nacho Vidal’, lo llamó. Aten cabos.

Cuando semanas después el mismo equipo se proclamó campeón de Europa me pareció observar que las muestras de alegría de algunos aficionados no exhibían la euforia de otras ocasiones, que aquello volvía a ser otro día en la oficina con final en Cibeles, que estábamos restando valor a un hecho que comienza a convertirse en una costumbre e incluso en una obligación. La masiva e interminable celebración popular vino a desmentir esta sensación —quizá solo mía y de algunos pocos—, este síndrome de Nacho Vidal que secunda al placer convertido en rutina.

Más allá de la anhedonia (la incapacidad de disfrutar que los psicólogos vinculan con la depresión, y no va de eso este artículo), no hay una palabra que defina exactamente esa frialdad con que recibimos las buenas noticias cuando se producen de modo recurrente. Días atrás me topé con un reportaje de una firma de juguetes sexuales. La empresa paga hasta 1.300 euros al mes a probadores ‘profesionales’ que chequean sus productos antes de lanzarlos al mercado. La compañía cuenta con 17.000 de estos probadores en todo el mundo. Los llaman el Masturbateam. Una de sus miembros, que lleva diez años como testeadora, confiesa que igual que a quien trabaja en una oficina no siempre le apetece acudir a una reunión, ella no siempre tiene ganas de probar los juguetes, cuya efectividad se evalúa en función de su efectividad para alcanzar el clímax. Pero claro, apunta con algo de resignación, «hay que pagar las facturas». Como ese aficionado al fútbol que recibe con rutinaria frialdad las alegrías de ver ganar siempre a su equipo, conoce también el peligro de convertir el placer en rutina, como aquella perra abandonada en un vertedero y siempre agradecida. Sufrirás se llamaba.