Opinión | Un millón

Los diez años del rey soso

A un monarca que reina pero no gobierna le basta con no equivocarse para acertar. Su silencio es el mejor discurso. En su defecto, es suficiente una alocución anual solemne y poco denotativa (en la que no se llame pan al pan), que expliquen sobreentendedores y comentaristas con déficit de atención que se fijan en la corbata y en las fotos del escritorio. En 10 años, Felipe VI redujo la familia real a la nuclear para evitar las radiaciones de ascendientes y colaterales, navegó a vela los desaires y dio un discurso especial a raíz de los actos independentistas incalificables (porque su calificación no deja de cambiar) porque era ineludible. El resto del tiempo, sonriente y saludador, ha compuesto la figura de un rey soso que compensa a su padre, rey a la sal.

En palacio, al silencio se le llama discreción, un término que contiene opacidad, expele secretismo y facilita la mentira. Se tiene por virtud, pero es necesidad. Una monarquía dicharachera no aguanta dos asaltos de conversación pública. Dado ese silencio, los mensajes quedan para fruncidos hermeneutas oficiales y para salivosos monárquicos aficionados que trabajan la adulación y el género de lo simbólico en el que la nada está llena de contenido vacío interpretable. Unos y otros ponen en alto riesgo lo que dicen defender cuando repiten hasta el asco el discurso oficial de la ejemplaridad. La ejemplaridad y la discreción edifican un castillo de naipes con reyes y reinas. Que se repitan de Felipe VI, con igual entusiasmo, los mismos tópicos que se estrenaron con Juan Carlos I pone en alerta porque resultaron ser falsos.

El rey es reina (dicho sin sentido de género) y que la España más rancia (superlativa por España y por rancia) se haya hecho a Letizia no despeja los peligros. Los problemas crecen y a la Princesa y a la Infanta ya no les basta con ser ricas y no dar patadas a los primos. Para los próximos 10 años sobran las alabanzas porque les basta con dar mucho la mano y meter poco la pata.

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