Opinión | Sol y sombra

Diez años del Rey

España es un país donde apenas quedan monárquicos conscientes de serlo, en el que los que no lo somos procuramos no hacer ruido y donde solo los antimonárquicos muestran su aversión con frecuencia por esa manía celtibérica de identificarse tanto si te preguntan como si no. Celebrar diez años de reinado de Felipe VI no significa celebrar la monarquía. Sí, en cambio, el espacio cuerdo y responsable de una institución que se ha granjeado el respeto de los españoles frente a otras cada vez más desprestigiadas por los políticos y, concretamente, por un Gobierno que no deja pasar una y quiere invadir cualquier competencia del Estado con tics propios de las autocracias.

El Rey, este rey, es en los momentos que vivimos la figura más valiosa con que cuenta la democracia. Siendo discreto, razonable y lúcido, todo lo que le rodea le hace parecer aún mejor hasta ver en él la persona imprescindible. Menos mal que es el Jefe del Estado; prefiero no imaginarme la obligación de tener que elegir a otro entre los posibles aspirantes a presidir una república, la menguante clase política y los republicanos más reivindicativos. Solo pensarlo produce temblores. Ya es suficiente pesadilla la inestabilidad y los frutos de la interiorización del malestar social.

Son diez años de un Rey que seguramente ha aprendido de los errores del padre y también de algunos de los aciertos que contribuyeron al más largo período de prosperidad democrática de la historia española. Tan solo 48 horas después del referéndum ilegal del 1-O, con la democracia amenazada, le escuchamos a Felipe VI el discurso más político de su carrera, para frenar de manera decidida el procés. Entonces, su figura se agrandó. Puede que hoy, con los golpistas amnistiados y volviendo a las andadas, alguien se pregunte de qué valieron sus palabras, que como las de Chateaubriand solo con haber servido una vez habrían sido pronunciadas a tiempo.

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