Opinión

Solo miembros

La Europa que rechaza la llegada de emigrantes de países pobres

Según algunas estimaciones se calcula que en el Everest hay al menos 300 cadáveres de himalayistas que perdieron la vida en la montaña. Y lo mismo sucede en otras cimas míticas de las grandes cadenas montañosas del mundo. Las expediciones que acometen el asalto a la cima de Everest utilizan los cadáveres que jalonan la ruta –con respeto, es verdad, pero con una normalidad que acongoja al común de los mortales– como jitos, como referencias para señalar un punto exacto de la travesía. Es una especie de toponimia mortal que se define por alguna de las características del difunto. Por ejemplo, botas verdes es el nombre que recibió un cadáver momificado que se encontraba en una concavidad a unos 8.500 metros de altura y cuyo lugar se conoce como la cueva de botas verdes. Recostado de lado y durmiendo el sueño eterno, botas verdes es una de las coordenadas esenciales en la ruta por la arista noroeste de la cima del mundo. Con algunas dudas sobre la veracidad, el cadáver así apodado se atribuye a Tsewang Paljor, un alguacil indio que encontró la muerte en ese lugar en mayo de 1996, aunque el asunto no está claro pues en aquel accidente perecieron dos expedicionarios indios más y otro de ellos, Dorje Morup, también calzaba botas Koflach de color verde.

Hay muchos más jitos mortales, como el saludador, el cadáver de un expedicionario que falleció en 1997 y por su gesto parece que saluda a los que están ascendiendo a la cumbre. A algunos de ellos, no solo les saluda de pasada sino que les da la bienvenida como nuevos miembros –aunque en ese momento no sean conscientes– de esa morgue itinerante, de ese vía crucis mortal que sobrecoge el ánimo no ya de los que por allí transitan sino de los que tan solo leemos el artículo que "Muy interesante" dedicó al tema de los cuerpos incorruptos de aquellos que intentaron una hazaña sobrehumana. La explicación física del fenómeno, la momificación perfecta e incorruptible, se relaciona con las bajas temperaturas –una media de -36 ⁰C en verano que llega a -72⁰C en algunos momentos del invierno–, la escasez de oxigeno en el aire y la insolación que, en conjunto, impiden la acción de las bacterias y la consiguiente descomposición. Tras la muerte la congelación del cuerpo es inmediata y el último gesto del fallecido se convierte en su seña de identidad para la eternidad.

No sé por qué, pero los restos de ropa falsificada de mercadillo que jalonan las traseras de las playas, las dunas, los barrancos y los riscos del Cabo de Gata –que también encontré ya medio fosilizadas en la costa de sotavento de Fuerteventura– me recuerdan los jitos macabros del Everest. Aunque solo sea ropa abandonada tras el desembarco de una patera, ropa mojada de la que se deshacen los recién llegados a Europa para vestirse con la ropa seca que llevan a buen recaudo para recuperar la temperatura vital. Aunque solo sea la ropa de alguien que arriesgó su vida tirándose al mar para conquistar ese particular Everest que es Europa. Aunque solo sea por eso, debajo de esa ropa, de esos vaqueros, del chándal de mal algodón, del falso cocodrilo de Lacoste, palpitó el corazón de una persona que vivió con alegría alcanzar la costa y que con el gesto de deshacerse de la ropa mojada se deshacía también de la mala vida y los peligros de una dura travesía por mar. Seguramente, tendrían la misma o parecida sensación de éxito que el alpinista que alcanza la cima y con ella combate la preocupación por saber si el descenso le será tan propicio como el ascenso.

Los muchachos que dejan atrás la ropa mojada se enfrentan a una nueva vida, seguramente no tan satisfactoria para la mayoría como la que habían soñado, como la que habían deseado. Son los que ahora malpagados, maltratados, trabajan entre plásticos haciendo la comida en la conocida como la huerta de Europa que es el sureste español. Los que encalan paredes o colocan ladrillos en las nuevas urbanizaciones que jalonan la costa donde los más afortunados dejaron la ropa mojada y los menos la vida. Son los mismos que venden quincallería y CDs por las calles. A los que asola el mal de Ulises, la enfermedad de los que perdieron su patria y naufragan en la depresión de un lugar que no les aprecia, que les ofrece trabajar en aquello en lo que los europeos no queremos pero que no les da la entrada a su club, que no les hace miembros de pleno derecho por más que las ayudas sociales, que las hay y se han convertido en un acicate para la conquista de Europa, les retribuya su estancia entre nosotros.

Entre los restos de la ropa abandonada, descolorida por el sol y medio enterrada en la arena, descubro los restos de una cazadora cuya marca, Members Only –solo miembros–, parece ser una premonición. Seguramente su dueño nunca se pudo imaginar que al deshacerse de ella se deshacía también de la posibilidad de hacerse miembro de pleno derecho del club europeo. Porque Europa parece querer caminar con los nuevos aires viejos de la ultraderecha hacia un club de élite solo para miembros con pedigrí.

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