Opinión | El pasado del presente

El retrato y el Rey

El entorno siempre dice algo; el protocolo evita conflictos

Cuando en junio de 2014 accedió al trono Felipe VI las cosas no pintaban fácil para la monarquía que, además de asegurar su continuidad, tenía que quitar el regusto amargo que acompañó la abdicación de su padre, alabado durante la instauración democrática por su actitud pública por la misma ciudadanía que lo condenó sin remisión por su vida privada cuatro décadas después.

Don Felipe prometió vestir la corona con trabajo, honestidad, transparencia y ejemplaridad. De modo simbólico el marco de su despacho aquel junio de hace diez años en la recepción al entonces presidente del gobierno dejaba la vista un cambio de cuadro. Tras la mesa de trabajo real ya no aparecía el anterior sino uno de Carlos III (1716-1788) pintado en el siglo XVIII por el checo Anton Raphael Mengs que es un depósito del Museo de El Prado.

Carlos III pasa por ser el rey de la dinastía Borbón mejor valorado en la historia. "El Político" o "El mejor alcalde de Madrid", fue el protagonista regio del siglo de las Luces en el que intentó con seriedad la mejora del país. Carlos III se había fogueado en el gobierno de Nápoles y Sicilia (1734-1759) antes de suceder a su medio hermano Fernando VI en el trono de España. Fue Rey Ilustrado de 1759 a 1788 y se rodeó de personajes de gran valía, entre los que la influencia de los asturianos resultó destacada; baste citar a Campomanes o Jovellanos. Tenía defectos y aficiones criticadas, pero su largo reinado de reformas tuvo un balance positivo.

No deja de ser significativo ese cuadro en el despacho de Felipe VI. Bien le hacía falta la inspiración del pasado. Al nuevo Rey le esperaban unos inicios nada fáciles, diez años duros de roer: "lo de su padre con autoexilio y exclusión del círculo real"; los escándalos financieros de su cuñado; la necesidad de limitar a sus familiares; una sociedad donde crecía la desafección y la indignación con partidos de cuño reciente en los extremos al margen de "los tradicionales" antes más moderados; con la reforzaba discordia catalana separatista en un 2017 terrible y coleando. Un país donde hubo y triunfó una moción de censura; en el que una pandemia de consecuencias nefastas se adueñó de tres años y se presentan cada día nuevos retos y desafíos políticos entre los que navegar se hace difícil. Como si a coro se orquestara, el mundo se ha inquietado al mismo ritmo. Populismos en auge, nacionalismos irredentos e insaciables, guerra a las puertas de Europa, avalanchas de refugiados buscando una vida mejor y unos políticos, dentro y fuera, en permanente desencuentro.

En medio de todo dicen que el Rey ha hecho 123 viajes oficiales y ha visitado 54 países, 19 de una Latinoamérica culturalmente tan próxima con dirigentes a veces empeñados en una negra leyenda interesada allí y amplificada aquí. Muchos le consideran el mejor embajador. En un ambiente en el que a golpe de "tweet" se lanzan proclamas fáciles, cartas falsarias, insultos de trazo grueso apelando más a las vísceras que al conocimiento, la calma y la contención se agradecen.

Se le nota el paso de los años y tal vez el peso de una década dura. Quienes le conocen de cerca corroboran que es educado, culto, atento y con un gran sentido del deber. No suele vérsele un mal gesto ni aun cuando lo ningunean o lo relegan con evidente menosprecio. Se ampara en su familia que le ha ayudado a modernizar la institución. La "reina asturiana" es en ello importante. Al resto de los ciudadanos nos toca ver la imagen pública que nos da. Afinidades monárquicas al margen, que cada cual concluya.

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