Opinión

Somos "monarquicanos"

Reflexión en la primera década del reinado de Felipe VI

Uno de los desperfectos democráticos que aquejan este país es que, salvo en la llamada a las urnas, en raras ocasiones se pronuncia la mayoría silenciosa. Así, el ruido procede habitualmente de los extremos. De ahí la proliferación incesante del alarido, que chirría molesto en los oídos del amplio espectro ciudadano que se sitúa en la moderación. Así ocurre a la hora de valorar la relevancia de la monarquía cuando se cumplen diez años de la coronación de Felipe VI. Monárquicos recalcitrantes y contumaces republicanos conforman el haz y el envés de un debate interesado que se reproduce reinado tras reinado y que se recrudece cuando el monarca manifiesta conductas escasamente honrosas. Mala calificación que no consta, por ahora, en la hoja de servicios del último Borbón.

Sin embargo, ¿qué piensa acerca de la Casa Real ese elevado porcentaje silente? Cabe considerar que a la mayoría no le aprieta el corsé monárquico, que tolera el actual modelo de Jefatura del Estado y que, en general, aplaude la modernización constante de la Corona española, con un sistema circulatorio tan rojo como azul, aún a sabiendas de que el sistema político obliga al Rey a parecer en ocasiones un personaje decorativo de sangre de horchata.

Podría ser que los españoles hayamos abrazado un ideal que busca hacer compatibles conceptos antagónicos, hábito muy del gusto de la Transición. O sea, que aceptamos la Corona sin denigrar de la república, asumiendo las bondades de ambos conceptos. Ejemplo de esa actitud fue el escritor y académico José Luis Sampedro, designado en su día senador por designación real, a quien un periodista preguntó si era monárquico y respondió que realmente se sentía “monarquicano”. Como Sampedro, muchos españoles han condicionado de buena gana su republicanismo a la lealtad al monarca. Siempre que Felipe VI cumpla con su parte del plan,

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