Opinión | Soserías
Burundanga
Un método para disimular la omnipresencia en nuestra España de la incompetencia, de la indecencia y de la pestilencia
Como es habitual, voces venenosas denuncian constantemente el caos en el que están instalándose los acontecimientos políticos en España.
Como observador atento de ellos, me parece que son ganas de tergiversar y de criticar por criticar. Y eso no se lo merecen quienes no viven porque se desviven por nuestro bienestar.
Nadie parece darse cuenta de que ese pretendido caos es la alfombra mágica encima de la que viajan los ingredientes más amenos de la convivencia.
¿O es que añoramos aquella otra de seriedad borriquil en la que se llegaban a tediosos acuerdos constitucionales o a pactos monclovitas? ¿Echamos de menos a aquel sindicalista que vestía jersey con olor a cárcel?
Y lo que es ya definitivo: ¿queremos volver a la época en la que los ministros habían terminado el bachillerato con toda la carga de prejuicios que este llevaba consigo? Pues ¿qué decir de aquellos altos cargos que habían triunfado en oposiciones repitiendo como cotorras temarios ideados por las derechas más extremas? ¿No fueron todos esos años estériles como un busto de escayola?
Convengamos en que era aquella una época reumática, definitivamente tullida.
Frente a ese monótono panorama poblado de verdades llenas de carcoma, verdades apestosas y como de calderilla, hoy se alza el mundo del embrollo creativo, la minuciosidad en el desorden, la caradura en los másteres y en las cátedras y, sobre todo, la utopía del caos, o sea, de la burundanga, expresión esta más fosforescente.
A esta, a la burundanga, preciso es instalarla en un pedestal de respeto, en una hornacina de veneración y declararla santa o virgen tutelar de nuestros anhelos.
Hay que abrir un expediente –como se hace en el Vaticano con los seres virtuosos– para llevar a la burundanga a ese lugar de privilegio en el que las ideas se expresan lúcidas y en manojos ubérrimos.
Porque la burundanga es un cofre relleno de hallazgos. No hallazgos estáticos, petrificados en saberes tradicionales, atávicos y polvorientos, perversamente inclinados a la apatía y a la desgana que son las contumaces enemigas del pensamiento visionario.
No, la burundanga alberga ideas nómadas, figuraciones itinerantes, un mundo fabuloso en el que impera el arbitrio, la improvisación prolífica y la pujanza repentista.
En la burundanga anida la inspiración, la gloria de lo que fluye y se despereza.
La burundanga es una cascada, no un pantano. Un río, no una charca.
Si la democracia española ofrece síntomas de ser una democracia vegetal, desnutrida y hemoptísica ¿hemos de resignarnos a este destino descolorido?
No, si entronizamos a la burundanga y le damos trato de eminencia.
Al menos para disimular la omnipresencia en nuestra España de la incompetencia, de la indecencia y de la pestilencia.
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