Opinión

Gómez Cuesta y la llave de San Pedro

Las bodas de plata en Gijón de un gran predicador

Si San Pedro bendito guarda las puertas del cielo, ha de ser buen siervo quien tiene la encomienda de la llave de la iglesia gijonesa de San Pedro, templo que fue mocho a cañonazos y hoy luce la robustez de la roca firme sobre la bahía, faro que ilumina la fe de muchos y proa eucarística de la costa verde y bella. Cumple Javier Gómez Cuesta un cuarto de siglo al frente de la parroquia señera y lo celebra bendiciendo las aguas litorales desde el muro del Campo Valdés, como cada San Pedro en los últimos 25 años.

Javier, que vivió la Transición en Asturias en butaca de preferencia del brazo de Don Gabino como vicario general de la diócesis, es un predicador a la vieja usanza, un clásico de la oratoria,  recitador sublime de voz pausada que nunca sermonea. De Gómez Cuesta aprendimos que no hay que poner el grito en el cielo para que te oiga Dios. De pluma ágil también, se ha convertido en el hagiógrafo del clero asturiano que descansa en paz. Ya en su primer destino, con los vaqueiros de Tineo, entendió que se sirve mejor al mandato divino con los alejados que con la curia. Algo tienen las aguas de Gijón cuando las bendicen con hisopo de Roma.

De un viaje romano trajo también en cierta ocasión Gómez Cuesta un clériman y se lo regaló al cura Bardales en una fiesta de amigos entrañables en el viejo El Roble, de La Camocha, que regentaban hasta la jubilación el bueno de Gabino Vigil y su mujer, Isabel, la hija de “Carlones”, monumental guisandera. Bardales, que por sus trazas podría pasar más por un obrero de la siderurgia que por sacerdote, y que detestaba serenamente -o no- el alzacuello, se lo puso en el baño y salió al comedor repartiendo bendiciones. Podría decirse, en la añoranza, que ya no quedan curas como los de antes. Pero tampoco todos nosotros somos lo que una vez fuimos.