Opinión | Crítica / Teatro

Aquelarre goyesco

Vibrante espectáculo el que se ofreció en el Campoamor para mostrar el siniestro oscurantismo de las religiones

Las "Divinas palabras" de Atalaya son una versión destilada de la tragicomedia cruel, macabra y grotesca del genial Valle-Inclán. Una obra en la que la religiosidad y la superstición pugnan por hacerse con las voluntades de un pueblo miserable y analfabeto. La escenografía la componen diez conos de enormes dimensiones, que sustituyen a los carretes de madera de su primera versión en 1998 y que simbolizan los pináculos de las catedrales góticas, casi perforando el cielo con su espiritualidad insidiosa. En los montajes de Atalaya siempre hay un elemento simbólico que preside la escenografía, como las bañeras, las puertas, las picas, o aquí estos conos, que también sirven de copas, embudos, objetos fálicos y hasta de carretón para el pobre Baldadiño. Ricardo Iniesta nos transmite una atmósfera sobrecogedora y tenebrosa, poblada de gritos desgarradores, sonidos animalescos como el profético chillido de los cerdos, combinados con un maquillaje expresionista y un logrado vestuario andrajoso con toques a lo Tim Burton. Los aires balcánicos del espacio sonoro de Luis Navarro se desmarcan de la ambientación folklorista gallega y nos llevan a un contexto más centroeuropeo, con los bailes dervíchicos del fabuloso coro que respira como un solo ente, algo ya característico de la compañía. Montaje muy sensorial y plástico, en el que la profusión de coreografías y partituras corporales puede oscurecer la clarividencia irónica y sutil del lúcido verbo de Valle, pero que encandila al espectador que no tiene un minuto de descanso desde que comienza la función. En esta tragicomedia de aldea los personajes son sórdidos y viles, brutos y despiadados, avariciosos y repulsivos, salvo los protagonistas, a los que el autor trata con cierta empatía y cariño, como bien refleja la brillante interpretación de todo el elenco. Raúl Vera, con su poderosa voz de trueno, encarna al sacristán Pedro Gailo, cornudo incestuoso hostigado por las maledicencias a lo Teniente Friolera, que acaba perdonando a Mari-Gaila con las "divinas palabras" que cierran la obra, pronunciadas en latín como sortilegio para neutralizar a la jauría linchadora. Silvia Garzón está magnífica como una Mari-Gaila embrujadora, con su melena cobriza de leona y arrebatada por una pulsión sexual y un deseo de escapar surcando los caminos en busca de libertad. Enmanuel García es Séptimo Miau, seductor, republicano y pendenciero, maltratador de libro, pero con cierto encanto canalla. Raúl Lledó borda al deforme Baldadiño con aires de Gollum convertido en hazmerreír grotesco. Laura Kriváková da vida a una tierna Simoniña con aspecto de muñeca de porcelana y a la desalmada tabernera Ludovina. Hay escenas resueltas con gran belleza, como la de la seducción de Mari-Gaila por Séptimo Miau y la de la posesión infernal de esta por el Trasgo Cabrío. Un espectáculo vibrante y emotivo, que refleja con la plasticidad de sus cuadros corales el siniestro oscurantismo de las religiones, las miserias humanas y la redención del perdón, a un ritmo incesante que el público supo agradecer con profusión de aplausos.

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