Opinión

La piedra en la mano

La distinción entre el debate público y la guerra cultural

La piedra en la mano frente al valor de la palabra: esta es una imagen poderosa que debo al teólogo von Balthasar. Marca la distinción entre el debate público y la guerra cultural, entre la democracia y su negación. La guerra no es lo mismo que el debate; sus presupuestos son distintos, su finalidad también. Dialogamos para enriquecer la razón y para acercarnos a la verdad desde la escucha y la reflexión. El consenso nace del disenso y, por tanto, implica la posibilidad de discrepar. Pero esto no es lo que sucede en la guerra. Allí se impone una dialéctica distinta, que convierte al adversario en enemigo y que exige reconocer un ganador y un perdedor, declarar una victoria o una derrota. En este sentido, ¿se puede hablar con quien anhela tu aniquilación? ¿Se puede debatir con quienes no escuchan ni les interesan las razones de nuestra memoria? ¿Es este el papel que deben cumplir los intelectuales, los pensadores, los políticos o los creadores de opinión? ¿Tienen que negarnos toda legitimidad como pretenden los partidarios ideológicos de la cancelación? ¿Cómo hablar con aquel que te espera con una piedra en la mano?

La historia nos enseña, en efecto, que existe un martirio de la Verdad: Sócrates y Jesús lo padecieron. No en vano un pensador tan fino como Johann Baptist Metz nos dirá que la historia de la humanidad es, ante todo, una "memoria de la Pasión". La justicia y la moral se vinculan así al recuerdo de aquello de lo que hemos sido testigos y que nos lleva a decir: "sí, fue aquí y fue de este modo". El coraje de la libertad aúna el recuerdo del testimonio con la verdad de lo acontecido. Ante la denuncia valerosa, el poder se resquebraja y se produce ese pequeño milagro llamado humanidad. Walter Benjamin nos dirá que es a través de estas pequeñas griegas por donde penetra la luz de la esperanza –también del consuelo–. Un pensador que no esté al servicio de la memoria y que no tenga el coraje de la libertad no sirve al hombre ni ofrece la verdad. Los suyos son dioses bastardos.

El filósofo Edmund Husserl hablaba del "heroísmo de la razón". El concepto es similar al del martirio de la Verdad. Y se contrapone a lo que algunos psicólogos denominan "síndrome del espectador": un fenómeno clásico de indiferencia consistente en evadir la responsabilidad ante una emergencia cuando hay otras personas presentes. No es sólo un ejemplo de infantilismo, sino también una patología propiciada por un Estado intervencionista. Allí donde la política lo cubre todo, nadie es responsable. La ética ciudadana se convierte en la primera víctima,

Frente a quien tiene la piedra en la mano no cabe ceder al síndrome del espectador ni derivar nuestra responsabilidad. Al contrario, el verdadero héroe, el líder, es quien actúa cuando nadie más lo hace. Y líderes en este sentido lo podemos ser todos; de hecho lo debemos ser todos. Combatiendo el fanatismo, defendiendo la pluralidad, exigiendo –y pagando– información matizada y veraz, no sumándonos a la violencia verbal que satura las redes sociales, denunciando la cancelación, siendo sencillamente héroes de la cotidianidad: cada uno en nuestro lugar, cumpliendo con nuestro deber. Se dirá que no es mucho, pero sí esencial. La democracia es cultura, tanto o más que un entramado de instituciones.

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