Opinión

Colombia: el inconveniente de vivir en un paraíso

La participación asturiana en la lucha por los derechos humanos en el país sudamericano

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Colombia es un gran país, no sólo por la belleza de su paisaje, la biodiversidad y las riquezas en materias primas que muchos codician, sino también por el mayor tesoro de un pueblo: su gente amable, acogedora, sencilla y con una capacidad envidiable para expresar lo que viven y sienten.

El pasado mes de abril, tuve la oportunidad de formar parte de la vigésima Delegación Asturiana de Verificación de los Derechos Humanos en Colombia. El grupo, formado por personas de diferentes ámbitos, hizo un recorrido previo de encuentros, en los que recogieron información sobre el estado actual de los acuerdos de paz y la situación de comunidades indígenas y de diferentes asociaciones que mantienen viva la lucha por sus derechos.

Me incorporé al grupo unos días más tarde y sólo pude compartir la última parte del recorrido: Icononzo y Arbeláez. Cerca de Icononzo, visitamos un ETCR (Espacio Transitorio de Capacitación y Reincorporación), ubicado en La Fila, en el municipio de Icononzo, Tolima, una zona alejada de toda posibilidad de recuperar una vida con normalidad. Allí tuvimos un encuentro con el grupo asentado en ese lugar, que nos trasladaron sus preocupaciones respecto a la falta de cumplimiento de las promesas que les habían hecho hace unos años. Algunas de las personas, exguerrilleros de las FARC, firmantes del acuerdo de paz y con la voluntad de lograrla, nos expusieron las dificultades que estaban soportando para llevar una vida normal, una vida en la que sus hijos puedan ir a una escuela y ellos puedan tener algún tipo de trabajo, además de sufrir una estigmatización que los discrimina. Los testimonios, además de interesantes, destilaban decepción en algunos casos, preocupación en otros; entre ellos, uno me llamó especialmente la atención, porque expresa perfectamente la motivación que llevó a muchos a empuñar las armas: "Tenía doce años y pasaba hambre todo el tiempo; no tenía zapatos, no tenía nada. Aparecieron unos hombres que me ofrecieron vestuario y comida. A partir de ahí, cogí el fusil".

Sus palabras ratificaron lo que digo muchas veces: no podemos mantener esas bolsas de pobreza que acrecientan la injusticia y la desigualdad, pero, sobre todo, que alimentan la violencia y la desesperación. Esas situaciones son minas ocultas, que en algún momento pueden explotar y hacer saltar todo por los aires.

Después estuvimos en Arbeláez, del departamento de Cundinamarca, en la provincia de Sumapaz y situada a ochenta kilómetros de Bogotá. Es Arbeláez una ciudad acogedora, de gente cordial, un remanso de paz en el que apetece permanecer un tiempo. Allí tuvimos un encuentro con representantes de asociaciones sindicales y campesinas, y también con víctimas. Fue llamativa la elocuencia natural con la que cada una –mayoría de mujeres– nos compartió su situación; sus palabras destilaban una sabiduría práctica, que surge de estar anclada a la vida, y de ahí, la capacidad para comunicarse de manera clara y sin artificios, algo a lo que no estamos acostumbrados en los últimos tiempos, en los que los discursos, alejados de la realidad, están repletos de dudosas intenciones.

En aquel encuentro confluyeron víctimas y excombatientes, firmantes del acuerdo de paz. Unas y otros tienen claro que la paz es el camino, pero son conscientes de que están pagando un alto precio: hasta el momento, 443 personas firmantes de paz han sido asesinadas; al último, Carlos Garzón, lo mataron en los días en los que la delegación asturiana estaba en Colombia.

En contraste con este encuentro, ese mismo día, a la tarde, tuvimos otro con tres alcaldes de la zona, que negaron todo atisbo de violencia y de vulneración de derechos. Por lo que hablaban, vivían o trataban de mostrar una realidad paralela, que poco tenía que ver con los numerosos testimonios que habíamos escuchado en la mañana.

Ya en Bogotá, la delegación trasladó a las instituciones políticas toda la información recogida en el viaje. Visitamos la comisión de DDHH del Ministerio del Interior, también el Ministerio de Agricultura –para conocer el programa de reforma agraria en beneficio del campesinado–, el Senado, la Oficina de DDHH de la ONU, la Embajada de España…; en resumen, un amplio recorrido por los ámbitos de incidencia, para que la situación mejore.

Para rematar el viaje, visitamos la cárcel de El Buen Pastor, de mujeres, y la de La Picota, de hombres, y allí comprobamos in situ el estado de vulneración de derechos sobre las personas encarceladas como presas políticas. El mismo día, antes de partir, nos reunimos con la ONIC (Organización Nacional Indígena de Colombia), y su consejero mayor, Orlando, nos expuso sus preocupaciones y la situación de las comunidades indígenas.

El contexto de Colombia es muy complejo, porque concita intereses enfrentados: por un lado, lo que quieren la paz y luchan por la justicia y los derechos humanos, al punto de ser capaces de perder la vida por ello; por otro lado, los que perpetúan la violencia y mantienen el conflicto armado: disidentes de las FARC, grupos narco-militares, bandas, etc., con otros intereses, todos ellos alejados de la búsqueda del bien común. Al final, el problema es el mismo de siempre: el cóctel mortífero de la codicia y la soberbia.

No quiero terminar sin poner en valor la importancia del Programa Asturiano de Atención a Víctimas de la Violencia en Colombia, que cada año permite traer a nuestra región a un número variable de personas, a las que se les da la posibilidad de alejarse del conflicto y la amenaza. Este programa ha sido pionero en España y en Europa, para que los asturianos reconozcamos también que somos capaces de destacar en temas de solidaridad y de Derechos Humanos.

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