Opinión | La mirada de Lúculo

Alguna que otra historia más sobre el rey del río

A propósito de un salmón de más de seis kilos pescado en el Sella por Chus Manzano, cocinero de Casa Marcial, y su hermano Miguel

La mirada de Lúculo

La mirada de Lúculo / Pablo García

Los ribereños le habían echado el ojo. Se dejaba ver de vez en cuando pero el camino de la experiencia en las largas travesías del agua le enseñó también a esconderse. Salmón, adulto, de más de seis kilos de peso, un hermoso ejemplar entre los de su especie: el rey del río en su mejor esencia. Cuando Chus y Miguel Manzano lo pescaron en el Sella, en el paraje conocido como el Brezu, mediante el cebo, eran las siete y media de la tarde de un viernes. Llevaban allí desde primera hora de la mañana y unas cuantas truchas; prácticamente les quedaba recoger y volver a casa con la familia, cuando Chus imploró a su hermano: cinco minutos más. Y fue en esos cinco minutos de la prolongación cuando cayó la pieza. La pesca, además de fe, requiere paciencia.

Chus Manzano es muy joven; cuenta que empezó a pescar con Santi Carmona, un clásico de Arriondas, que le enseñó mucho de lo que sabe del río. Calcula haber cobrado entre dieciocho y veinte salmones desarrollando una afición que tiene que compatibilizar con la cocina de Casa Marcial, el restaurante de La Salgar con dos estrellas Michelin. Se enorgullece de la última captura, nunca había sacado de las aguas un ejemplar de tanto porte, lo más pesado habían sido cinco kilos. Como él mismo explica, Carmona no se encontraba en ese momento de la verdad. Eran él y su hermano. Ver la caña combarse volvió a ser un momento emocionante, de plena satisfacción. Chus es hijo de Esther Manzano y sobrino de Nacho. Cocinero ya contrastado, garantiza la continuidad en la saga familiar.

Pero vamos con la pieza. Bien temperado, cocinado por el lado de la piel, el salmón, como cualquier otro pez de río y se encarga de recordar Chus Manzano, necesita poco calor. Tampoco precisa de grandes elaboraciones dada la calidad de su carne. La diferencia entre el salmón salvaje del Atlántico y el del Pacífico radica fundamentalmente en capturarlo, el primero, en el río; el segundo, ya en el mar. También en las condiciones en que llega aquí el chinook o el rojo de Alaska. Con respecto al resto, que normalmente puebla los mostradores de las pescaderías, los noruegos que se crían en granjas, está en la cantidad de grasa inútil que uno se ahorra. Eso sin entrar en mayores detalles. En Casa Marcial, el salmón de amigo que comimos el otro día, pescado por el joven cocinero, en compañía de su tío, Nacho Manzano, era a la brasa, convenientemente separado del calor y posteriormente de la piel que sirvieron tostada aparte. Acompañado de una crema ligera de coliflor y el agradable amargor del fruto seco. Más tarde llegó a la mesa en una segunda versión. Las dos, inmejorables.

Fue a orillas del Adour, entonces el único río de Francia donde aún estaba autorizada la pesca del salmón. Allí, en Urt, en L’Auberge de la Galupe, a pocos pasos de la cocina que durante años dirigió el desaparecido chef de Bayona, Christian Parra, escuché algunas historias sobre lampreas, esturiones, anguilas y también de los bancos de salmones que iban a desovar a las gravas de los torrentes pirenaicos para acabar remontando las aguas. Durante décadas se les esperaba con los trasmallos, o recurriendo al bajo, una trampa con redes provista de ruedas, gracias a los diques y aprovechando la velocidad de las corrientes. Luego fue disminuyendo paulatinamente el número de ejemplares debido a la pesca masiva en el mar de Groenlandia.

En la lucha a brazo partido, con la caña, no es fácil atrapar un salmón de río. Se trata de un animal astuto dotado de musculatura por su incesante lucha en el agua. Llega al mundo en ríos y arroyos, y madrugadoramente emprende el camino hacia el mar donde permanece hasta la época del desove. Es entonces cuando decide nadar contra corriente de vuelta al lugar de origen para depositar allí sus huevos. Los pescadores se sitúan en las riberas con sus cebos e intentan capturar los ejemplares que se precipitan para desovar en los manantiales.

Los alemanes, en Finlandia, durante la Segunda Guerra Mundial los masacraban con granadas de mano igual que al resto de los peces. Cuando no los ahuyentaban con el ruido de las sierras y los martillos mientras se dedicaban a levantar puentes sobre los ríos. Curzio Malaparte, el toscano maldito, escribió en "Kaputt", la triste y lírica novela en la que cuenta su experiencia como corresponsal bélico, la batalla cruenta declarada al salmón.

En las tierras bajas (lowlands) de Escocia, los salmones que remontan los ríos Clyde y Tweed se asan simplemente al horno empapados de mantequilla. Ideales después de beber uno de esos malt islay de suaves aromas a turba, limón y pimienta negra. Pero de todas las preparaciones del salmón hay una que le sienta especialmente bien y proviene de Escandinavia. Más concretamente, si quieren, de Noruega. Es la que recibe el nombre de gravet laks y que proviene del método primitivo de conservar su carne en salazón. Consiste en sazonar el pescado con sal, azúcar y pimienta y cubrirlo con eneldo, enterrándolo durante varias semanas, con el fin de que los condimentos actúen sobre su carne ayudados por la presión de la tierra. Naturalmente en una vivienda urbana enterrar el salmón resulta complicado, de manera que lo práctico es sepultarlo bajo una tabla de madera con algo de peso encima para que se sienta presionado. Se reserva en el frigorífico. A la hora de servirlo se acompaña, si se quiere, de una salsa de mostaza.

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