Opinión | Sol y sombra

El lenguaje de la violencia

Mientras el mundo se preguntaba acerca del disparo recibido en una oreja por Trump, los dos polos de la furia en Estados Unidos entrecruzaban peligrosas deducciones sobre el origen y el móvil del atentado. Unos atribuían el tiroteo a una elaborada estratagema para generar simpatía por Trump en una campaña en la que ya es favorito de las encuestas. Otros, los opuestos, señalaban al presidente Biden como responsable del ataque. Tanta intensidad dialéctica se ha traducido en odio irracional, por eso suceden estas cosas. No es nada nuevo; el atentado político, sustanciado o no, fruto o no de la maquinación, ocupa un lugar en la historia reciente de Estados Unidos.

El 30 de marzo de 1981, setenta días después de haber asumido la Presidencia, Ronald Reagan fue tiroteado de rebote, junto con otras tres personas, en Washington, por John Hinckley, un demente que se identificaba con Travis Bickle, el personaje principal de la película "Taxi Driver" y que estaba obsesionado con la actriz Jodie Foster. El magnicidio más recordado por su cercanía fue el de John F. Kennedy, ocurrido en 1963 en Dallas y retransmitido por televisión. Kennedy no vivió para contarlo, lo mismo que casi cien años antes le había pasado a Lincoln, víctima de un conspiración, o a Garfield, que murió a causa de los disparos en una estación de ferrocarril a manos de un abogado resentido cuando apenas había cumplido doscientos días en el cargo. A William McKinley lo mató un anarquista al año de estrenarse el siglo XX y al final de su segundo mandato.

Theodore Roosevelt, Franklin Delano Roosevelt, Harry Truman y Gerald Ford también sufrieron intentos de asesinato. Este último, dos atentados en un mismo mes, en 1975. El lenguaje puro de violencia vuelve a estar más presente que nunca en la política azuzado por las pasiones más bajas y extremas que existen. Concierne a todos tratar de evitarlo, sobremanera a los que han adquirido como norma la inflamación de los sentimientos.

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