C. M.

Mariame Clément se está convirtiendo en el Campoamor en nuestro particular Calixto Bieito por su capacidad para levantar pasiones desenfrenadas. Y además lo consigue con montajes innovadores y, curiosamente, no provocadores en exceso, salvo algún detalle introducido a modo de un resorte que activa y desajusta la presión sanguínea de la platea. Clément dio una lección de dramaturgia y dirección de escena hace dos años con un «Viaggio a Reims» divertidísimo que, además, triunfó en Berna y Tel Aviv. Y volvió a Oviedo también con Rossini, pero esta vez con «Il barbiere di Siviglia», uno de los títulos fetiche del público asturiano. Y como no podía ser menos, su mirada no dejó indiferente a casi nadie. Desde luego, si yo fuera programador, le encargaba cada dos años un proyecto a la directora de escena francesa porque así me aseguraba buen taquillazo -nada menos que un récord de cinco funciones casi llenas articulan este «Barbero»-. Pero, ¿fue para tanto el aceite de ricino de la francesa? Ni mucho menos. Hasta el punto de que esta producción ha sido descartada en la Ópera de Frankfurt por ¡conservadora! ¡Uff qué lío! Vayamos por partes.

Hay una tendencia clara en Mariame Clément a ubicar sus producciones líricas en la turbia estética de los años setenta forzando, además, un tono cutrecillo, en el que los horteras campan a su libre albedrío. De hecho, la escenografía y el vestuario de Julia Hansen habrían hecho las delicias del británico Benny Hill para su celebrado espectáculo cómico. Con ese punto de partida estético le da un vuelo ligero y de vodevil bastante peculiar, en este caso, al melodrama bufo rossiniano. Tiene, también, un defecto que lastra un poco su discurso narrativo, que no es otro que el abuso del gag como situación cómica. En Rossini no es necesario enfatizar tanto porque la burla y el humor inteligente ya están magistralmente descritos en la partitura y, exagerados, a veces desvirtúan la comicidad. Clément tiene enorme talento escénico, técnica teatral muy consolidada, que se deja ver en la fluidez en que están encadenadas las escenas, en el soberbio manejo del arquetipo de cada personaje, en los guiños constantes al teatro del absurdo y en el manejo calculado de una provocación que podríamos denominar controlada. Hay una sucesión de boutades que ejercen un efecto de montaña rusa. O como diría Boris Izaguirre, una seriación de «momentos». A saber: momento micción-reconocimiento, momento serenata con músicos callejeros, momento tiras de depilación de Rosina, momento váter-tocador (este momento WC le gusta mucho a la Clément, como ya se vio en el «Viaggio», cuando una bajada de medias, un desodorante roll-on y unos tocamientos encendieron la chispa), momento lecciones de música con Basilio rocker acabado y Almaviva en el travestimento a lo Elvis -sensacional la morcillita musical en la lección- y como soldado borrachín a lo Rambo («no siento las piernas»), o momento cubos de basura-Vilma Picapiedra, por sólo citar algunos efectos en los que la alta capacidad inventiva de la directora de escena se desarrolló sin la menor cortapisa. O, lo que es lo mismo, fue fiel al espíritu de Rossini en la comicidad desde un planteamiento libre, con una dosis equilibrada de riesgo y prudencia. Es lo que debe esperarse de una creadora joven, de una artista que está desarrollando una carrera fulgurante en media Europa.

Después de los comentarios en torno a la mayor o menor implicación del reparto en la producción, lo que se vio sobre las tablas fue un reparto de profesionales de primera categoría. Es evidente que unos estarían más o menos de acuerdo con la propuesta escénica, también lo fue que se ganaron el éxito cantando y actuando a pleno rendimiento, sin escatimar nada, con una entrega que el público reconoció de manera constante a lo largo de la representación. Hay que destacar también la sensacional prestación del coro masculino de la Ópera de Oviedo, perfecto escénica y vocalmente, y el sobrio trabajo de la Orquesta Sinfónica del Principado de Asturias, dirigida por un Álvaro Albiach buen conocedor del estilo rossiniano, aunque se echase de menos un poco más de vivacidad tanto en la obertura como en algún que otro pasaje orquestal al que le faltó chispa. De todas formas, Albiach aporta seguridad, ajuste foso-escena, y rema a favor de los cantantes, algo esencial y no tan frecuente como pudiera pensarse.

Esta vez se consiguió un reparto homogéneo en su integridad. Así debe funcionar un elenco vocalmente, en bloque y con equilibrio. Los protagonistas son rossinianos de largo recorrido y eso, claro está, se nota. Pietro Spagnoli es uno de los más importantes barítonos de nuestro tiempo y uno de los Fígaros de referencia, y lo demostró en su debut ovetense con creces. Cantó con rotundidad apabullante la cavatina «Largo al factotum della città», exhibiendo voz de hermoso timbre, segura en el agudo y con intención y garra. El desarrollo de su personaje -concebido como un listillo buscavidas muy controlador de todas las situaciones- fue impecable en lo escénico y lo vocal de principio a fin. Tampoco se anduvo con rodeos el tenor José Manuel Zapata como conde de Almaviva. Zapata debutó profesionalmente en el Campoamor y el público lo ha visto crecer artísticamente. Ha cantado este rol con éxito arrollador en el Metropolitan de Nueva York y escucharlo aquí ha sido un lujo, la evidencia de que estamos ante uno de los cantantes españoles de mayor entidad y uno de los nombres que marcarán la pauta lírica en los próximos años. Escénicamente se sale -fantásticos los recitativos en italiano gangoso con acento inglés- por la simpatía que derrocha en escena, y vocalmente ya marcó el territorio desde el esplendente «Ecco, ridente in cielo». Mantiene Zapata una flexibilidad vocal, una ductilidad asombrosa para una voz de su volumen. Además, es un cantante valiente y se atrevió a abrir una de las arias más complejas no sólo de Rossini, sino de todo el belcanto, «Cessa di più resistere», que la mayoría de los tenores optan por obviar por su erizada dificultad. Escucharlo es asistir a un ejercicio admirable de fidelidad al canto rossiniano. Más allá de la mera exhibición técnica, hay profundidad expresiva y rigor interpretativo. Si hoy se plantease un reparto ideal del «Barbero», Bruno de Simone sería, sin dudarlo, uno de los Bartolos imprescindibles. El barítono napolitano domina el personaje sin fisuras desde que sale a escena, lo encarna con precisión absoluta. Sabe muy bien lo que se trae entre manos y lo dejó bien claro con unas intervenciones a las que nada se puede reprochar. Tampoco vocalmente se encuentran problemas en la mezzosoprano Silvia Tro como Rossina. Es un papel que desarrolla con holgura, exhibiendo buen registro central y agudos seguros, aunque quizá lastró su intervención cierta frialdad escénica que la dejó un poco atrás con respecto a otros compañeros suyos de reparto. Y en ese primer nivel también el bajo Simón Orfila cantó un magnífico Basilio, sobrado de medios, y muy brillante en la célebre aria de «La calumnia». Entre los secundarios, estupenda la Berta de Marta Ubieta y a buen rendimiento Arturo Pastor como Fiorello y el resto de partiquinos que completaron un reparto de un «Barbero» que, sin duda, seguirá dando que hablar en las próximas semanas.

A estas alturas de la película, el montaje de «Il barbiere di Siviglia» estrenado el martes es una mirada sobre la obra bastante naif e inocente con pinceladas de absurdo salpimentadas con alguna broma de brocha gorda, todo lo más.

La lectura positiva que se puede extraer es la polémica final, con división rotunda de opiniones que recibió, tras el éxito unánime y vigoroso del reparto y del director musical, la directora de escena Mariame Clément en su salida al escenario. Tampoco nada nuevo bajo el sol. En este apartado Oviedo se instala en la normalidad lírica que caracteriza las temporadas internacionales, siempre convulsas cuando de la escena se habla. El siguiente escalón -nosotros vamos aquí con un poco de retraso- es que ocurra lo que está pasando en algunos teatros en los que se abuchean ahora las producciones más clásicas. Curioso.

De todas formas, el batiburrillo y la traca final son el mejor indicio de un teatro vivo que, ya desde hace años, muestra un eclecticismo muy atractivo que no responde a imposiciones de nadie, de ninguna tendencia, sino que muestra con bastante espontaneidad sus reacciones. Y la libertad no es del gusto de todo el mundo. Aún recuerdo cuando se mandaba callar si alguien aplaudía y determinado sanedrín dictaba que aquello no era digno de ovación. Esto se acabó. Ahora el que quiere patear lo hace y el que ovaciona y bravea también -todos pagan su localidad y tienen idénticos derechos- en sanísimo ejercicio democrático. El éxito del martes y la trifulca son síntomas evidentes para diagnosticar la buena salud del ciclo lírico ovetense, capaz de llamar a la reflexión, de apasionar e indignar a unos y a otros. Ahí está la línea de trabajo adecuada, no en reiterar los títulos tradicionales desde una óptica uniforme. La ópera está viva como género en todo el mundo porque ha sabido arriesgar, renovarse y seguir adelante impulsada en la tradición, no viviendo únicamente de las rentas del pasado. Esto no quiere decir que, también de vez en cuando, sobre el escenario, no podamos presenciar alguna aproximación en una línea más convencional, de calidad eso sí, no las casposidades que vimos en el pasado. Aunque bien pensado, después de trece temporadas de «Barbero» representadas en el teatro siempre bajo el mismo prisma escénico -en algunos casos cercano al horror- no está nada mal que, aunque sea por una vez, se haga desde otra perspectiva. Esto no hace daño a nadie, digo yo. En fin, que estas cosas retratan y a alguno ayer se le vio -y se lo oyó- la patita, y no precisamente bien depilada.