Opinión | Crítica / Teatro

El pequeño dictador

Una parábola sobre la tiranía y los abusos de poder en "Mr. Bo"

La parábola sobre la tiranía que Marie de Jongh esboza en "Mr. Bo" es muy sugerente, un espectáculo de línea clara con una factura preciosista y delicada, basada en el poder de las máscaras, que son muy graciosas y tiernas, pero que adolece en su dramaturgia de una excesiva sencillez. Sin pronunciar ni una sola palabra, los cuatro intérpretes, a través de la expresión corporal y gestual y algún que otro sonido gutural, acompañados, eso sí, de un espacio sonoro fantástico, creado por Adrián García de los Ojos, nos cuentan la historia de un tirano caprichoso y rabietudo, que abusa de tres sirvientes a los que tiene amedrentados. A partir de un poderoso flashback conoceremos la historia de este niño malcriado, que nos recuerda un poco al Cocoliso de Popeye o al primer Tintín, al que le va creciendo un "tirabuzón del mal" y se va transformando en un ser cada vez más cruel y despótico, provisto de un bigote estaliniano y una incipiente barriguita. Hasta que a sus acólitos se les ocurre provocar un giro que cambie la historia y a modo de "Regreso al futuro" intervenir sobre el pasado para modificar el presente y obligar al niño a juntar los pedazos rotos del ánfora que destroza, provocando un cambio radical en su conducta. La escenografía en blanco impoluto empasta perfectamente con el atuendo de los tres servidores con sus máscaras ovoides individualizadas con gafas, tupés y bigotes, y donde sólo el pequeño dictador aporta el color a esta historia que reivindica lo naíf, pero que no tiene el poder imaginativo de espectáculos anteriores. Un canto esperanzado con final feliz, que confía en los beneficios de la educación y denuncia todos los abusos de poder, animando a abandonar la sumisión y el servilismo.

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