Opinión

El emotivo recuerdo a 2003 de Pedro Zuazua ante la final del domingo: "Menos seis puntos y una sonrisa"

El tifo del Symmachiarii en aquel partido ante el Mosconia decía: "Real Oviedo desde 1926. Rechaza imitaciones"

Los jugadores del Oviedo celebran el gol ante el Mosconia en el Tartiere. | Luisma Murias

Los jugadores del Oviedo celebran el gol ante el Mosconia en el Tartiere. | Luisma Murias

Ahora, con la perspectiva del tiempo, la escena de ese gol es, incluso, graciosa. Pero en su momento fue dramática. El domingo 31 de agosto de 2003, a las cinco de la tarde, había algo más de 4.000 personas en el Carlos Tartiere. El Real Oviedo saltó al campo con once futbolistas a los que casi nadie conocía. Lo hizo lo más abajo que lo haría nunca en su historia: con menos seis puntos en la clasificación de Tercera División.

El tifo del Symmachiarii decía: "Real Oviedo desde 1926. Rechaza imitaciones".

Cuando llevas quince años asistiendo cada quince días a partidos de fútbol profesional, es normal que la mente tarde en adaptarse a una categoría aficionada. Alguien en la tribuna Herrerita preguntó en alto:

"¿Hacía cuánto que no veíais sacar de puerta a un jugador de campo?".

Pues sí que era verdad. Estábamos en Tercera.

En el minuto 37 llegó la jugada que cambiaría la historia del club y que permite que, 23 años después, estemos peleando por regresar a Primera.

El centro llega al área del Mosconia desde la izquierda. Uno de los centrales moscones la peina levemente con la cabeza, el balón da un bote y choca con la barriga de otro defensa. Ese defensa piensa que tiene que despejar. Hay veces en la vida que pensar es una opción terrible. Y es en ese breve instante de duda cuando todo cambia. Porque el defensor espera a que la pelota esté perfecta para despejarla. Pero ya nunca lo estará. Lanza su pierna derecha con fuerza y se encuentra con un 99% de aire y un 1% de balón. Es un toque muy leve, involuntariamente sutil, que lo aleja de su cuerpo. Por allí aparece Kily. Él no duda y mete el pie. Golpea el balón con el exterior de su pierna derecha. Es gol. El primer gol de un nuevo camino.

La celebración es extraña. Los jugadores apenas se conocen entre ellos y se abrazan con respeto. Hay alguno que parece mirar al compañero intentando recordar su nombre. Ocho de ellos regresan trotando hacia su campo. Es una escena tierna, porque se ve que la mayoría no sabe qué hacer con tanta gente celebrando un gol con tanta pasión.

Aquel partido terminó con victoria azul por un gol a cero y una sensación peculiar entre la hinchada. Algo que no habíamos sentido antes. La alegría y una nueva camaradería –hubo una gran cantidad de cambio de asientos, ya que miles quedaron libres– se mezclaban con la angustia existencial vivida durante aquel mes de agosto. Un cóctel de sensaciones que destiló en orgullo. Salimos del campo felices. La vida, eso sí, permanecía ahí afuera: seguíamos últimos en Tercera División. Menos tres puntos. Una semana después, y por si las cosas no estaban lo suficientemente claras, la afición se subía al TUA para ir a ver al equipo empatar a cero con el Pumarín.

Con el tiempo, aquel partido ante el Mosconia se convirtió en uno de esos eventos que marcan la historia de las comunidades. A medida que el Real Oviedo daba pasos para, en primer lugar, sobrevivir y, después, crecer, se incrementaba exponencialmente el número de personas que decía haber estado aquel día en el campo. La realidad es que estaban los que estaban. El club cerró aquella jornada con 5.900 socios.

Pero, en realidad, ahí se localiza la verdadera victoria de la afición del Oviedo: logró convertir la decadencia y caída de su club en un movimiento social, en algo que trascendía al fútbol. Y, más importante aún, consiguió hacerlo atractivo para las personas que no estaban dentro del mismo. En los últimos días se ha destacado el ambiente vivido en el Carlos Tartiere en los partidos frente al Éibar y el Espanyol. Los medios se han fijado en un detalle que puede parecer menor pero que da para un estudio sociológico: en las imágenes que enfocan a la afición se ve a muchísima gente joven. Chicos y chicas cuya única referencia de su equipo jugando en el Bernabéu o en el Camp Nou se encuentra en la hemeroteca de Youtube, con una calidad de imagen que, incluso para los que en su día lo vivimos, tiene ya ese matiz amarillento de lo que ha sucedido hace mucho –demasiado– tiempo.

El escritor argentino Roberto Fontanarrosa escribió un cuento que se titulaba "19 de diciembre de 1971". Contaba la historia de un partido entre Rosario Central y Newell´s –rivales que comparten ciudad– para el que el protagonista del relato intenta hacer todo lo que está en su mano para lograr la victoria de su equipo. La historia –divertida y sorprendente– circula hacia un final impactante (es una lectura futbolera muy recomendable) y tiene, en su parte central, un alegato en defensa de la victoria porque, según él, los niños solo quieren ser de los equipos que ganan. Y los que se quedan en los clubes que pierden se pasan la infancia aguantando bromas.

Durante muchos años hubo cierta sorna, también hacia los adultos. Tenía su lógica: un club hundido deportiva y económicamente no era el mejor de los planes. Diría que a los oviedistas nos costó poco tiempo entender que estábamos viviendo un momento singular y que habíamos iniciado la travesía para cambiar nuestra historia. Aquel 2003 fue tan real y tan puro –y tan duro– que se convirtió en un renacimiento del oviedismo. Lo teníamos tan dentro que lo irradiábamos a todo aquel que nos quisiera escuchar. También a los que no.

El otro día, al terminar el partido ante el Espanyol, mi móvil empezó a recibir mensajes. Muchos de ellos eran de personas a las que hace años que no veo. Deseaban suerte al Oviedo y decían que lo estaban siguiendo como si fuera su equipo. Era una forma extremadamente cortés de recordarme que la tabarra que les había dado durante aquellos años había surtido efecto. Uno decía textualmente: "Tío, me acuerdo de un día que te fuiste a casa para escuchar un Calahorra-Oviedo de Copa Federación". Y es que, durante aquellos primeros años del barro, el oviedismo se dedicó a evangelizar allá por donde iba. Con la palabra y con el ejemplo. Que levante la mano quien no haya regalado en estos años bufandas, camisetas o acciones azules –con la consiguiente broma con cada posible revalorización– a cualquiera que estuviera mínimamente dispuesto a escuchar y compartir nuestra historia. Que dé la cara quien no haya hecho alguna pequeña locura para estar presente en un partido de Tercera.

Esta etapa –preciosa, emocional e irrepetible– empezó a cerrarse con aquel gol de Kily. Esbozó una sonrisa por primera vez cuando Esteban salió a calentar frente al Cádiz –diría que fue la primera vez en mucho tiempo que, en la grada, pensamos realmente que íbamos a ganar una eliminatoria–, y se tornó en alegría con la llegada de Santi Cazorla. Esta etapa –con sus lados oscuros, que también los tiene, con sus decepciones y lágrimas– la dio por cerrada Luis Carrión cuando dijo que teníamos que "dejar de ser perdedores". Porque no estaba hablando solo de resultados. Estaba hablando de la manera en la que el oviedismo afrontaba los retos.

Durante más de veinte años esta hinchada mantuvo al equipo con vida cuando peor estaba. Cinceló día a día –hay domingos de invierno que son muy duros– un sentimiento renovado en torno al escudo. Fue capaz de convencer a las siguientes generaciones de que esto merecía la pena. Lo hizo desde la épica del sufrimiento y la derrota, dejando la alegría para el futuro, conservando la esperanza pero siempre –y siempre es siempre– con el miedo a que las cosas no salieran bien.

Y aquí estamos. Las cosas, vistas en perspectiva, han salido realmente bien: tener una historia tan singular en un entorno tan homogéneo es de un valor incalculable.

El fútbol y su azar decidirán qué sucede el domingo en Barcelona. Pero, pase lo que pase, el oviedismo habrá ganado o perdido mucho más que un ascenso a Primera División.

7.599 días después de aquel domingo de agosto de 2003 esta hinchada vuelve a sonreír. Se lo merece. Se lo ha ganado. Porque puede mirarse al espejo y sentir orgullo por todo lo vivido. Porque puede mirar al horizonte y vislumbrarlo de color azul. El futuro se ha empezado a construir en estos últimos meses. Es el inicio de una nueva etapa. La arrancamos con ventaja. No queda nada ya de aquellos menos seis puntos. Vamos con la sonrisa en la cara.