Comidas y bebidas

Cocina visual: el espectáculo amplificado

Pese a que la comida está presente en la cabeza de mucha más gente, no por tanta difusión es más pensada que en otros tiempos

Cocina visual.

Cocina visual. / Shutterstock

Luis M. Alonso

Luis M. Alonso

Debido a las innumerables plataformas donde ver amplificado cualquier capricho visual, podría parecer que vivimos con pasión una era suprema culinaria. Resulta engañoso: pese a que la comida hoy está presente en la cabeza de mucha gente, no por tanta difusión es más pensada que en otros tiempos. La literatura, por ejemplo, siempre estuvo cargada de bellas imágenes gastronómicas. Tiene su explicación: en el placer de la comida anida el voyeurismo, los platos entran por los ojos y, sin embargo, no existe nada más grosero que posar fijamente la mirada en alguien cuando come. La vista impertinente llama la atención sobre el hecho equívocamente indecoroso de la función corporal de comer: al igual que los animales estamos atrapados por el hambre pero a diferencia de ellos hacemos todo lo posible para disfrazar el apetito con una conversación civilizada, recurriendo a los menús de una carta o utilizando cuchillos, cucharas y tenedores, en la mesa. También podríamos sospechar que la persona que nos observa anhela la comida de nuestro plato y ello supone una intromisión intolerable de la privacidad. La privacidad, por otra parte, no es algo con una cotización demasiado al alza en una sociedad narcisista que se exhibe sin pudor alguno.

El tabú, en cualquier caso, es antiguo. En 1530, Erasmo de Rotterdam escribió que era "de mala educación dejar que los ojos deambularan observando lo que come cada persona". No nos gusta que nos miren pero, en cambio, nos agrada mirar. De no ser así no consumiríamos tantos docudramas televisivos de gastronómadas dispuestos a comer cualquier cosa. Algunas veces comemos sin compañía y ver a otros hacerlo nos libra del aguijón de la soledad. Otras, necesitamos poderosas imágenes de la comida; pueden ser tomas precisas de un mismo plato.

Se insiste en que el siglo XXI es un período de espectáculo culinario inigualable, aunque es difícil conciliar esa afirmación con la de un pasado de banquetes renacentistas. El poeta escocés Robert Burns introdujo el compromiso sincero y descarado de la cotidianidad culinaria en la poesía estadounidense. Burns escribió una oda al humilde plato nacional escocés haggis (despojos cocinados en la tripa de una oveja) y tuvo con ella una presencia poética significativa en el mundo anglosajón. El "Pennsylvania Packet", primer diario importante de Estados Unidos, publicó veintiséis números entre 1787 y 1788 con artículos de canciones y poemas de Burns. Las cenas que este organizaba por sus cumpleaños eran notables y notorias debido al número elevado de comensales y el renombre social de los invitados. La intensidad de la atención a la comida no es nueva, aunque sí la forma de proyectarla en tantas dimensiones como redes sociales existen. Tiempo atrás, Samuel Johnson sugirió que un hombre que no se preocupa por la excelencia de sus cenas "debería ser sospechoso de inexactitud en otras cosas". Si hubiera hecho ese comentario hoy, probablemente se publicaría con un mosaico de reminiscencias e imágenes de comilonas en su pub predilecto, el Cheshire Cheese, y un enlace al vocabulario gastronómico en su diccionario online.

Internet nos permite presenciar y expresar una meditación apasionada, compartida, abierta y universal sobre la comida. Los blogs y sitios web son como revistas o antologías individuales. Si alguien con prestigio publica una receta, en su web, o los platos que comió, en Instagram, funciona como una faceta más del interés que despierta el autor y no siempre resta valor a su reputación intelectual o académica, aunque hace años, en otro tiempo, podría parecer lo contrario. Dickens no incluyó una receta de ganso asado en "Cuento de Navidad", pero su esposa, Catherine Hogarth, sí se ocupó de hacerlo en otros lugares, publicando menús y recetas bajo el pseudónimo jocoso de Lady Maria Clutterbuck. Si su marido renunció a ello, aunque pudo haber tenido el impulso contrario, fue debido al temor de que socavase su autoridad y dignidad como artista. El contraste entre el artista Dickens y su esposa artesana dejó clara la división y sirvió para realzar la distinción entre el arte del escritor universal y el oficio de su mujer.

Todo ese tinglado de las redes sociales amables que a mí particularmente suele atraerme más bien poco por la dedicación que exige y el punto de vanidad que implica ofrece, sin embargo, un campo nuevo de expresión para muchas personas. Los instagramers, youtubers o similares, bien por motivos comerciales o por mero envanecimiento personal, acosan incansablemente a sus seguidores para que compartan, les guste o respalden, cualquier receta colgada. Colgada en la red, aclaro. Las personas que buscan recetas, a menudo las obtienen de vídeos hechos por cocineros deseosos de convertirse en marcas. La tecnología ha influido en la forma en que hablamos de los alimentos y en la manera en que los cocinamos, del mismo modo que la invención del frigorífico a principios del siglo XX dio prestigio a platos fríos recién inventados que aparecían en los libros de cocina de la época y resultaban ser novedosos y elegantes. La refrigeración pronto se volvió una necesidad común. En este momento de teléfonos inteligentes y tabletas, parece que estemos atrapados en una especie de cocina wi-fi, en la que esa interacción entre comida virtual y meramente comestible moldea la gastronomía. Igual que se redoblan los esfuerzos para crear una especie de cocina de algoritmos, fabricando combinaciones de ingredientes por computadora y duplicando sabores del laboratorio, no los propios de la tierra o del mar.

Digamos que hay un espectáculo culinario o de la cocina más amplificado y extendido, donde casi todos participan en comparación con la vieja y exclusiva ceremonia de la comida de otras épocas. Pero el espectáculo, aunque restringido, siempre existió. Menos pensado también, porque en la actualidad son muchos a concebirlo y no siempre ofrecen lo mejor del pensamiento entre tanta cantinela superflua para enganchar cuántos más seguidores mejor. 

Vinos

Predicador blanco 2022

Ya está aquí la nueva añada del blanco más joven de la Bodega Contador, de San Vicente de la Sonsierra. Elaborado con un 52 por ciento de la variedad viura, 36 por ciento de malvasía y el 12 restante de garnacha blanca, se trata un vino con diez meses de crianza y un potencial interesante de guarda. El objetivo del enólogo Benjamín Romeo es conseguir con él frescura y complejidad al mismo tiempo. Amarillo con reflejos verdosos, mantiene las notas de hierba fresca de anteriores años, flores y hueso de ciruela, la mineralidad propia del terruño y una prolongada acidez. Vivo y equilibrado. El precio de la botella se acerca a los 28 euros. 

O Raio da Vella Tinto 2020

Tinto gallego de la denominación Rías Baixas, elaborado con las variedades caiño y espadeiro por la bodega de Rodrigo Méndez, en Meaño, el corazón del Salnés. Crianza de doce meses en barricas de roble francés. Las uvas proceden de un viñedo cercano al mar de suelo arcilloso. De ellas se obtiene este vino frutado, ligero y con un gran equilibrio. De buena acidez y con unos taninos espléndidos. Fresco y jugoso, con aromas de fruta roja madura y toques herbáceos. En la boca es vibrante y salino. El precio de la botella ronda los 25 euros.

Fulcro A Cesteira 2022

Rías Baixas blanco de albariño. De la Bodega Fulcro, un proyecto de garaje que rápidamente ha destacado por la calidad y la frescura de sus vinos del Salnés. Con la garantía, además, que ofrece Manolo Moldes. Elegante, limpio y armonioso, en la nariz ofrece recuerdos balsámicos, notas de musgo, menta y eucalipto, con toques de chocolate blanco y salinos. En boca es largo y fresco, complejo e intenso, amplio y bien estructurado. Gran vino blanco. La botella cuesta alrededor de 30 euros. 

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