Opinión

Políticas públicas, inercia y error

El círculo diabólico de la Administración, que obtiene culpables pero no responsables

Nuestras sociedades tienden a valorar poco los éxitos de gestión política, pero penalizan mucho los fracasos. Es algo bien aprendido por los gestores públicos: no meterse en problemas innecesarios ni cometer graves errores puede compensar gestiones modestas; al contrario, acciones políticas arriesgadas, en las que se mezclan éxitos y fracasos, tienen una rentabilidad menor. Con este aprendizaje sufre no sólo la corrección de políticas, también la innovación y la búsqueda de nuevas soluciones. La concatenación de programas en una misma línea y dentro de una banda de experimentación muy reducida, limita la capacidad de la acción pública para abordar problemas complejos. La primera lógica de la administración, enfrentada con la sobrevaloración del cambio en nuestra sociedad, es la inercia. "Siempre se hizo así y no pasó nada", y ciertamente, no pasó nada. En España dos fenómenos han contribuido a consolidar esta dinámica: distintos niveles administrativos participando en una misma materia y un ciclo electoral sin fin dejando pocas oportunidades para las decisiones de largo plazo.

Determinar qué es éxito y qué es fracaso en gestión pública no es algo sencillo. La mayor parte de las veces, la discusión queda en una zona gris porque es difícil separar las expectativas, la participación de actores diversos, la politización interesada, de un análisis sosegado y neutral. La práctica de la evaluación es escasa y la multiplicidad de actores implicados en una política o una iniciativa diluye y oculta el origen del fiasco. El tradicional ciclo de gestión en objetivos, ejecución y evaluación generó muchas expectativas, pero la evaluación ha tenido un desarrollo desigual y ha contribuido menos de los esperado a la mejora de las políticas públicas. Y es que, desafortunadamente, no existe una monitorización ideal de los ítems en los que se descomponen las políticas, hay muy escasos sistemas de alerta temprana y ni tan siquiera mínimos consensos de como medir los grados de cumplimiento de una política. Y, además, siempre queda el recurso de lamentarse de lo mal que se comunica. Y no, los problemas, contrariamente a la opinión general, casi nunca son realmente de comunicación, sino de gestión y de planificación.

En su reciente trabajo sobre gestión pública e innovación, Salvador Parrado aborda las estrategias para eludir la culpa. Unas intentarían argumentar y a la vez limitar las responsabilidades, otras comportan cambios en las estructuras y las menos numerosas, el establecimiento de rutinas distintas a las empleadas hasta el momento. En la práctica –en la mala práctica– suele observarse la adjudicación de los fracasos a "los anteriores" –qué sería de nosotros sin los anteriores–, a otras administraciones o a limitar en personas muy concretas la culpa, que no la responsabilidad. Es decir, son los de antes, son otras administraciones o no soy yo. De igual forma se evita que el superior asuma la responsabilidad de lo sucedido. El problema es que con este planteamiento todas las políticas son buenas y se hacen bien y los infortunios son siempre cuestión ajena. Así se aprende muy poco y lo que es peor, no se evitan posteriores errores. En un ciclo diabólico en el que se obtienen culpables, pero no responsables, las políticas y sus instrumentos no sufren modificaciones, y las organizaciones lejos de aprender, se vuelven más conservadoras, el peso de la inercia se vuelve asfixiante y los directivos públicos aprenden a ser burócratas. Se desaprovecha el mayor potencial de los errores, que es aprender de ellos, porque los éxitos dependen mucho más de los errores que de la acumulación de experiencias positivas, que en algún momento además entrarán en fase decreciente.

Todas las mañanas a las 8:02 en el tren de la línea C7, cuando este se aproxima a efectuar parada en Chamartín, escucho a una persona quejarse porque el tren le deja siempre en la parte delantera del andén. Bien podría subirse o moverse en otra parte del tren con salida más cercana. Pero el ritual –el lamento– se repite; En Muerte súbita, Rita Mae Brown decía que "locura es hacer lo mismo una y otra vez y esperar resultados diferentes". Pasa lo mismo con las políticas públicas.

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