Opinión

La pesca, Cornellana y otras historias

Nada mejor que la celebración, este fin de semana, de la XXIV edición de la Feria del Salmón de Cornellana, para rendir un especial homenaje a mi apreciado amigo Kilo Tejada, figura señera, como pescador y como persona, al igual que su familia. Ángel Carlos Díez de Tejada, a sus jóvenes 88 años, fue y sigue siendo, en mi opinión, y sin menoscabo del resto de los extraordinarios pescadores del concejo… y de Asturias,  un NUMBER ONE, y como tal es y ha de ser valorado. Como recientemente La Nueva España le ha dedicado un amplio y documentado reportaje, que invito a leer, no voy a extenderme en glosar su perfil y sus méritos.

Me hablaba Kilo recientemente de otros grandes, alguno de ellos ya no está entre nosotros: Lalo, el padre de Lalín; los hermanos Severino y Quico, de Arbodas; Nené Aparicio, el gran ganchero y pescador de la ría; Alfonso “el de la gasolinera”; Pepe, “el de Eusebio”, de Rondero, padre de Eusebio, Pepe y Juan Carlos, y otros muchos a los que incluimos en el reconocimiento. Y hoy sigue siendo “grande” nuestro amigo Enrique, el de Bárzana, igualmente merecedor de podio. Vaya nuestro recuerdo para todos ellos y para los muchos que no nombramos. Siempre hubo humor, y anécdotas con fondo y forma, en los lances y situaciones de pesca, al igual que en la caza. Metámonos pues en harina.

En una de mis visitas a mi amigo Juan Carlos, hijo de Pepe “el de Eusebio”, hoy exitoso y competente comerciante del ramo del calzado en la villa de Salas, me contaba un hilarante suceso, acontecido hace muchos años, cuando había, según sus palabras, “pescadores a lo bueno y pescadores a lo malo”. En una noche de “retsumada”, con pesca a la luz del candil o con precarias linternas, se hallaban en la ribera del Narcea, puede que cerca de Láneo, un grupo de pescadores, todos ellos amigos y vecinos de la zona, que para mayor rendimiento de la gestión, solían pescar los salmones, principalmente, en equipo.

No hace falta decir que eran conocedores de todos los senderos ribereños, incluyendo las entradas al río, pozos de descanso de los salmones, etc. La noche se presentaba bien, pues tenían controlado un grupo de unos cinco salmones y estaban a punto de meterse en faena, cuando en la ribera contraria sintieron voces y movimiento de personas, obviamente, quedando un tanto sorprendidos, pues no contaban con tener competencia en aquellas horas.

Al poco rato observaron, a media luz, cómo los intrusos lanzaban una red al río, cerca de donde ellos tenían tutelados los peces. Como no había tiempo que perder, uno de “los de casa” hizo gala de su rapidez de reflejos y su sana picaresca, y encendiendo su linterna, en rojo, moviéndola en abanico, grito más o menos a los “forasteros”: “¡Alto, somos la Guardia Civil! ¿Quién anda ahí?”. Al grupo de advenedizos, les faltó tiempo para establecer nuevo record de cien metros lisos, desapareciendo entre las sombras y dejando red, ganchos y demás intendencia.

 Los ribereños terminaron ya con tranquilidad su cometido, pudiendo retornar a sus casas, con el diafragma abierto y celebrando la ocurrencia. Paso pues ahora, a contar mi verídica historia, regada con esas gotas de humor que siempre procuro tener en mi despensa. Se iniciaba la década de los noventa del pasado siglo, cuando la dirección de la entidad bancaria en la que entonces yo trabajaba, la recordada y añorada Caja de Ahorros de Asturias, tras un periplo anterior, por mi parte, en otras del mismo gremio, me destinó a la oficina de Cornellana.

Grande fue entonces mi contento, por haber podido integrarme en la antedicha entidad, y retornar además a una plaza para mí muy querida desde niño, en la que mi familia contaba con bastantes amistades, pues fueron varios los comerciantes/empresarios de mi concejo de origen, Tineo, los que se habían establecido con éxito allí, destacando “El Casino”, con Anita y Manolo al frente; el Hotel La Fuente, con Pilita y Pepe como propietarios y gestores; el bar restaurante de Atilano y su esposa, etc.

Junto con mis estupendos compañeros Mayte y José Luis, comenzamos una bonita etapa, en la que, como siempre uno pretendió, la atención al cliente, por encima de todo, y la buena relación del equipo, igualmente indispensable, nos llevaran en paralelo al cumplimiento de objetivos de la entidad.

Teníamos como director de zona, con sede en Grado, a Marcelino Méndez Villademoros, q.e.p.d., jefe y amigo, oriundo de Arroxo, aldea situada entre Salas y Cornellana, pero con mayor vinculación, si cabe, en esta última localidad, motivo por el cual conocía y trataba a todos y cada uno de los habitantes.

Por mi parte, procuré adaptarme al máximo al ambiente y costumbres de la comarca, al igual que en el resto de los destinos anteriores y posteriores, pues de esa manera también se está en condiciones de dar un mejor servicio al cliente, y establecer comunicación respetuosa, fluida y cercana, lo que redunda en beneficio mutuo, personal y profesional.

Al poco de llegar, ya fueron varios los amigos y clientes que me hicieron la misma pregunta: “Pepe, ¿sabes pescar?”, a lo cual, en honor a la verdad, yo tenía que responder que las cañas más cercanas que yo había tenido hasta entonces, habían sido las de cerveza.

Cuando la reiteración de la pregunta llegó a superar un prudencial número, ya me di cuenta que la cosa no era broma, y debería tomar cartas en el asunto, cosa que de inmediato me confirmó Marcelino, quien en su juventud parece que sí había practicado el arte ribereño, sin llegar a “profesional” y se brindó a darme las primeras lecciones teórico-prácticas, pues estábamos con la veda abierta.

Sin más dilación, me dirigí al establecimiento de Paco, donde me hice con un completo equipo de pesca, desde unas buenas botas de caña alta, impermeable, gorro, cesto, caña, carrete, cebos y señuelos, todo lo que los entendidos me aconsejaron. Sí procuré escoger una indumentaria, que conjugara el estilo de Félix Rodríguez de la Fuente, con el de Miguel de la Cuadra Salcedo, sin llegar descaradamente a Coronel Tapioca, pues tampoco pretendía llamar demasiado la atención…No se veían entonces aún muchos trajes vadeadores, y bien que me hubiera venido.

Como estábamos cerca del Monasterio de San Salvador, iluso de mí, imaginé que, por una vez, el hábito sí que haría al monje. Tras repasar las cuencas fluviales cercanas, Marcelino consideró que el río Pigüeña, en Somiedo,  reunía las condiciones óptimas para la primera lección, y hacia allí nos dirigimos el fin de semana.

La mañana era espléndida, lucía el sol, cantaban los pájaros, nos saludaban las primeras mariposas, estrenábamos equipo, y todo hacía presagiar una exitosa jornada. Salía como aprendiz, pero con aspiraciones de volver casi doctorado. Recuerdo perfectamente la sensación que tuve al ponerme las botas de caña, con suela antideslizante… No hubiera podido correr ni aunque me persiguiera un mastín. ¡Y qué decir de la maniobrabilidad con el cesto colgado a la espalda, la caña en una mano, con la línea recogida y visionando el anzuelo para que no se me enredara!

Pero la ilusión podía con todo, y tras el asesoramiento teórico, en un prado al lado del paradisíaco río, nos metimos al agua con la prudencia debida, pero no la suficiente. Mi primera caída fue como de entrenamiento, hincando la rodilla, dentro del agua, en la peña más sobresaliente, y renegando desconfiadamente de las cualidades antideslizantes de la suela de las botas. Las consiguientes risas y bromas nos animaron a seguir con las lecciones de lanzamiento, todo un arte, como bien sabemos,

En los nueve o diez primeros me resultó imposible evitar que el anzuelo prefiriera engancharse a ramas, hojas y maleza, pero antes de la tercera caída ya logré colocarlo en un pequeño pozo, que me permitió pasar un cuarto de hora de paciente espera por si alguna trucha tenía la bondad de saborear las exquisiteces que con cariño y generosidad le ofrecía, ya que, para que no tuvieran queja, les colocaba un gusano bien criado y dos granos de maíz al lado, menú variado y apetecible.

Un tanto despistadamente fuimos caminando por el cauce del río, sin reparar en la distancia recorrida, por ser tramo favorable, pero ni el profesor ni el alumno conseguíamos que picaran. Optamos por volver a la carretera y probar suerte en un afluente que descendía desde la Serrantina, en La Rebollada, y ahí llegó la cuarta o quinta aventura, pues conseguimos salir del río a la pradería, tras el quinto o sexto patinazo, con retorno al punto de partida, baño incluido,  con los anzuelos enredados en la caña, los cestos molestando en los riñones y el agua dentro de las botas.

En nuestro entusiasmo mañanero temprano, nos habíamos olvidado de proveernos de unos bocadillos y bebida para “el pincho de las doce”, y el cosquilleo estomacal comenzaba a darnos señales, pero nada se imponía a nuestro ardor pescador, y tomando el coche nos fuimos camino de La Rebollada.

El afluente era más angosto, pero más limpio de maleza en ambas riberas, lo que nos permitió un mejor caminar entre el agua, pues, por otra parte, el riachuelo bajaba con poco caudal, y fue allí donde una pequeña trucha con pintas, se apiadó de mí y “picó”, produciéndome una subida de adrenalina y una celebración acorde con el acontecimiento, sirviendo el lance para que Marcelino me instruyese en el cuidado para sacar el anzuelo, evitando daños al pez, y así pudimos retornarlo a su lecho fluvial.

El monitor, por fin, logró pescar otras dos truchas que sí daban la medida, y como ya llevábamos siete u ocho horas de lecciones, sin probar bocado, optamos por ir a saludar a nuestro amigo Luis “El Pistolo”, a su bar de Pigüeña, donde Servanda, su esposa, al ver la cara de fame y las trazas que llevábamos, nos preparó un plato combinado imbatible, con dos huevos, un chorizo, jamón y patatas fritas, cual si hubiéramos ganado el concurso de pesca más importante.

Una partida al tute de cuatro puso fin a la jornada, volviendo para Cornellana, donde nos encontramos con nuestro querido amigo Isidro, q.e.p.d., al que contamos nuestra odisea. Al terminar, Isidro con una sonrisa marca de la casa, y unas animosas palmadas en la espalda, me dijo: “Claro Pepe, en esto, como en casi todo, lo mejor es aprender de pequeño”.

Disfrutemos de la caza, de la pesca, del humor, y de la vida, que como dice mi primo Emilio, es un regalo. Salud.