Opinión
El amor también es temporal
La época estival posee una magia propia que invita a la aventura. El amor de verano es un fenómeno universal, una especie de rito de paso que muchos experimentan en algún momento de su vida.
A pesar de estar destinados a no durar, los llamados amores de verano pueden dejar una huella imborrable en quienes lo viven. Su impacto suele ser indiscutible.
Por esa razón han alimentado innumerables obras de arte a lo largo de los tiempos, convirtiéndose en constante fuente de inspiración que refleja una verdad universal: lo breve e intenso puede convertirse en algo memorable.
La principal característica es que ese alguien en quien vemos un brillo especial consigue que la rutina diaria se disuelva y como si hubiésemos sido tocados por una varita mágica nos volvemos más abiertos y espontáneos.
Lo que realmente los convierte en únicos es la intensidad. Conscientes de que el tiempo es limitado, las parejas se sumergen rápidamente en una relación apasionada. Cada mirada, cada roce, cada conversación. Importa poco en qué inviertan el tiempo. Toda actividad viene marcada con la cualidad de vivirse al máximo.
Quizá tanta intensidad se alimente de la certeza de que todo llega a su fin.
Y a pesar de que todo adiós implica dolor por muy adornado que esté con la promesa del reencuentro, que es esa dulce nostalgia que perdura mucho después de que las hojas empiecen a caer, este tipo de amor tiene una capacidad transformadora, ya que permite a las personas descubrir nuevos aspectos de sí mismas y del mundo que las rodea.
La magia del amor, dure cuanto dure, viene a recordarnos la importancia de vivir el momento, de abrazar la intensidad de la emoción y de apreciar la belleza efímera de la vida. Es esa llama que, aunque breve, deja encendida para siempre una lámpara en nuestra alma.
Dicen que nunca olvidamos a las personas que hemos amado. Solo sucede que en algún momento su recuerdo deja de acompañarnos a todas partes. Se van quedando atrás, como quedan atrás los árboles a la vera del camino cuando nuestro auto sigue su marcha.
Ni siquiera nosotros duramos para siempre. Los sentimientos también perecen. Viven guardados un tiempo, en algún lugar, hasta que el peso, unas veces de la vuelta a la rutina y otras de la aparición de algo nuevo y distinto, acaba sepultándolos.
Aun así, como decía Plutarco, hay amores tan bellos que justifican todas las locuras que hacen cometer.
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