Opinión | Más allá del Negrón

¿Por qué despreciamos el pasado?

El crecimiento de los extremismos coincide con el rechazo a los fundamentos de la democracia

Que las nuevas generaciones viven un momento de precariedad y zozobra parece indiscutible. Que se enfrentan a un futuro incierto, también. Incluso se atribuye a los jóvenes el tsunami populista que vivimos y el arrollador auge de los extremismos de izquierda y de derecha, precisamente los más nostálgicos del arco político. Y, paradójicamente, el desprecio por la herencia recibida es el pan nuestro de cada día.

La gran duda es si este fenómeno es ley de vida. Si ha sido así siempre. Si todos nos hemos rebelado contra el mundo que nos han legado. Si cada nueva generación está abocada a abrazar el tópico freudiano de matar el padre. Si cada nueva camada considera que partir de cero es un deber irrenunciable. Al fin y al cabo, el mundo futuro que hoy se está construyendo lo padecerán o disfrutarán ellos.

Decía Rosa Montero la pasada semana, a propósito de la publicación de una antología de sus crónicas de los 70 y 80 ("Cuentos verdaderos"), que "en cada generación volvemos a inventar la gaseosa". "Olvidamos lo que hicieron nuestros abuelos o padres –sostiene la escritora y periodista–. Llevamos 20 años de un proceso muy preocupante como es una crisis de credibilidad e ilegitimidad del sistema democrático, de un aumento de los dogmatismos y una especie de añoranza de los totalitarismos y los partidos del odio".

Quizá la expresión más clara del desprecio por el pasado en nuestro país sea la demonización de la Transición y el ansia por dinamitar la Constitución del 78. Resulta sorprendente que en el mismo país en el que reclaman machaconamente derechos históricos, singularidades medievales, fueros ancestrales lo que más se denuesta es lo construido hace menos de cincuenta años. ¿Por qué no se puede reclamar la Constitución como un derecho histórico y los privilegios de hace siglos sí?

Preguntaba hace poco un periodista a Julio Llamazares qué queda en la España de hoy de los sueños de libertad de los protagonistas de "Luna de lobos", novela sobre el maquis de la que ahora se cumplen cuarenta años. "Mucho. Gran parte de las cosas que ahora vemos normales hace 75 años eran utopías por las que mucha gente se jugó la vida –respondía el escritor leonés–. Lo peor es que no le damos importancia, incluso algunos, muchos, desprecian esas conquistas. La libertad en primer lugar".

Ese desprecio al mundo heredado comenzó a raíz de la gran crisis financiera de 2008, de la que aún hoy no nos acabamos de recuperar. Es a partir de entonces –coincide también con la vertiginosa revolución digital–, cuando se empieza a hablar de una generación mimada, demasiado blanda, "incapaz de bregar con lo obvio", en palabras de Sergio del Molino, quien añade que los contratiempos "son parte de la vida, no tienen por qué sumirnos en una depresión".

El autor de "La España vacía" admite que pertenece a "una generación privilegiada", pese a que "vivimos tiempos muy grises tirando a negros". Pero matiza que "lo fue más la de mis padres, una generación de absoluto privilegio en Europa. Es la que inventa el pop, ¡no se puede inventar el pop con un sentido trágico de la vida! A alguien que ha estado en el frente ruso no le quedan ganas de montar los ‘Beatles’. Esto es lo que hemos mamado y eso es lo que nos ha infantilizado".

Probablemente, mucha responsabilidad de esa infantilización la tengamos las generaciones precedentes, que obsesionados con no repetir el mundo de nuestros padres, hemos privado a nuestros hijos de las armas para defenderse de la frustración. Otra escritora, Sabina Urraca, lo explicaba de una forma muy gráfica. "Obviamente somos más frágiles que nuestros padres (...) Pero, a ver, cada generación tiene su escala de valores, y al presente debemos atenernos. ¿Qué sentido tiene el abuelo Cebolleta que te reprocha no haber vivido una guerra? ¿Nos metemos en una guerra para fortalecernos? ¿En serio?".

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