Opinión

Encuentro con Antonio Machado

Lección de pedagogía

Cuando tenía muchos menos años, lo que no quiere decir que fuera más joven, empecé a interesarme por la infancia y la educación. Rebobino la película de mi vida y me veo en el año 1968 –hace solo 54 añitos– colaborando en una revista leída titulada "Nosotros". Se presentaba en la primera planta del Ateneo Jovellanos de Gijón. Participaba en su redacción junto con otras personas muchísimo más preparadas que yo. Sigo rememorando: es domingo, son las 12 del mediodía. La sala en la que vamos a leer se encuentra abarrotada de un público heterogéneo y expectante. Fue una experiencia tan moderna en su configuración que podría repetirse ahora. Acompañados de música en directo, declamábamos nuestros textos como si se tratara de una representación teatral.

Recuerdo que el presidente del Ateneo, hombre de una religiosidad extrema, ejercía a la vez de generoso mecenas y de estricto censor. Era la personificación del doctor Jekyll y el señor Hyde. Le entregábamos los artículos y él tachaba en rojo lo que no debíamos leer. Eso nos estimulaba a saltarnos la prohibición. En esa revista empecé a escribir sobre educación con más atrevimiento que conocimiento, con más inseguridad que certidumbre. Traigo a colación este recuerdo porque un día, al acabar la representación, se me acercó un anciano de rostro bondadoso que, dirigiéndose a mí casi de puntillas, como para no molestar, me entregó un paquete envuelto en papel de periódico: "Perdone que le interrumpa –me dijo–, soy un maestro jubilado de 75 años. Como veo que a usted le interesa la educación quiero hacerle un pequeño obsequio".

Nunca más volví a verlo, aunque, cada vez que releo a Machado, le pongo la cara de aquel maestro. Me recordaba a él no solo por su "torpe aliño indumentario", sino, y sobre todo, por la figura cordial y serena que yo me había formado del poeta que decía de sí mismo: "Soy, en el buen sentido de la palabra, bueno".

Abrí con cuidado el envoltorio en mi casa. Se trataba de una veintena de viejas revistas muy bien conservadas. Al principio, con cierta arrogancia por mi parte, debo confesarlo, no le di importancia a aquel regalo. Al cabo de un tiempo, y al ponerme a mirarlas con detenimiento, comprobé que se trataba de una de las más destacadas publicaciones que se habían realizado desde 1934 a 1936 en España. Se llamaba "Revista de Pedagogía". La fundó y la dirigió el pedagogo Lorenzo Luzuriaga. La lista de colaboradores era impresionante. Allí estaban Jean Piaget, Édouard Claparède, Rosa Sensat, Margarita Comas... y tantos otros eminentes psicólogos y pedagogos que, cuando yo me examiné por libre de Magisterio, ni muchos de mis profesores conocían. El ideario de aquella impresionante publicación sigue teniendo plena vigencia hoy en día: "La ‘Revista de Pedagogía’ aspira a reflejar el movimiento pedagógico contemporáneo. Está alejada de toda parcialidad y exclusivismo". No buscaban "una escuela que resolviera todos los procedimientos de enseñar, sino una escuela que facilitara los medios de aprender".

Aquel buen maestro jubilado me animó con su donación a seguir trabajando e indagando en el fascinante mundo de la infancia y de la educación. Pero no fue este el único Antonio Machado que tuve la suerte de encontrarme a lo largo de mi vida. Hace bien poco tomó la forma de una maestra que, al preguntarle sus alumnos sobre el sinsentido de una de las guerras que entristecen al mundo, escribió en la pizarra con primorosa letra estos versos del gran poeta:

"La guerra es mala y bárbara; la guerra, / odiada por las madres, las almas entigrece; mientras la guerra pasa, / ¿quién sembrará la tierra? / ¿Quién segará la espiga que junio amarillece?".

A pesar de lo que aseguramos haber cambiado, ¿por qué persistimos en perniciosas necedades humanas? Se lo pregunto de nuevo a Antonio Machado, que me responde: "Hoy es siempre todavía".

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