Opinión

Viaje al gran al territorio de la eñe

Un recorrido por los países de Ñamérica de la mano de Martín Caparrós

Al cumplir 77 años, mis seres queridos me regalaron un viaje. Un fabuloso viaje que llevaba largo tiempo acariciando, soñando realizar.

Me obsequiaron nada más y nada menos que con un pasaje para recorrer veinte países. El regalo me ilusionaba y me inquietaba a la vez. Y, al pensarlo con detenimiento, el desasosiego fue en aumento. Iba a ser un recorrido largo, muy largo, en el espacio y en el tiempo. Emprenderlo significaba vivir una de esas experiencias que te cambian la vida. Todos los viajes me producen una cierta desazón, pero este aún más. Viajar no solo te saca de la rutina cotidiana, de la seguridad insegura de lo acostumbrado. Viajar, si es de verdad, remueve tus certezas. Y mis certezas, prendidas con alfileres, eran fáciles de remover. En la pared de una estación de tren alguien escribió: «No hay nada como viajar para darte cuenta de que estabas equivocado».

A esa desazón primera que siempre me asalta, y a que me mareo en todo lo que se mueve, y a que mi cuerpo no siempre me responde cuando lo necesito, se añadían tres inconvenientes más: uno, el ir solo, pues la inconsistencia de mis cimientos hace que me fíe poco de mí mismo; dos, la dificultad de acomodarme a lo desconocido, no tanto por lo nuevo, sino por la duda de si sería capaz de adaptarme, y tres, el incordio y la vergüenza –sí, la vergüenza, lo confieso– de no saber más que mi propia lengua, y además no muy bien.

Todos estos inconvenientes, sin embargo, estaban previstos y venían resueltos en el mismo paquete de regalo.

Iba a ir acompañado de un guía excepcional, un gran conocedor de los países que iba a visitar; ese guía me ayudaría, por muy inseguro que me sintiera, a afrontar lo desconocido. Y lo del idioma sería lo menos problemático, pues en los veinte países que iba a visitar se hablaba la misma lengua, el castellano.

Nada más presentarnos, la cordialidad de mi guía alivió mis temores. Me miró a los ojos con sus ojos comprensivos y pareció leerme el pensamiento.

Con calma, me detalló el itinerario. Había adjudicado un título a las ciudades en las que nos detendríamos. Cada uno de esos títulos era una incitación a seguirle: La ciudad inesperada, La ciudad abrumada…

Y, con acento argentino dulcificado, añadió:

–Si hay algo que hace que esta inmensa región que vamos a visitar sea distinta a todas las demás es el hecho de compartir –con sus diferencias regionales, por supuesto– un idioma.

Le pregunté si «esa inmensa región» tenía un nombre que abarcara a todos lo países que se asentaban en su territorio.

Volvió a responder con calma:

–Hay quien la llama América Latina, nombre que le puso un colombiano en unos torpes versos allá por 1857. Quien nombra define, y los nombres que le han dado, Latinoamérica, Hispanoamérica o Iberoamérica, tienen una suma de errores que no definen de verdad ese territorio.

–¿Y qué es lo que lo define?, pregunté.

–Pues el denominador común de esos países es para mí una letra extravagante que nos llena de orgullo, la letra eñe, la letra que nadie más tiene. Solo existe en castellano.

–¿Y esa letra puede dar nombre a todos esos países latinoamericanos? Huy, perdón, se me escapó lo de latinoamericanos.

–Sí, sí, por supuesto. Yo quiero decir Ñamérica: la América que habla con esa letra, que con ella se escribe. Por eso quiero ser ñamericano: somos los que tenemos esa letra en nuestras vidas.

Con este ñamericano, con este fabuloso guía, que además es periodista y escritor, recorrí el gran territorio de la Eñe. ¡Qué experiencia! Y al terminar el enriquecedor periplo, he vuelto a iniciarlo.

Ah, no lo he dicho, mi generoso guía se llama Martín Caparrós. Y está dispuesto a acompañar en ese recorrido a quien lo desee y cuando lo desee.

Para ello, solo tiene que adentrase en su libro, que se titula, claro está, Ñamerica. Y para ese viaje no se requiere pasaporte ni visado.

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